CITAS

Hay días que amanecen sólo para que uno pueda seguir soñando. Días en los que uno siente que el lance merece la pena, que el latido sigue ahí y que ni puedes ni quieres prescindir de él, que es posible derrotar miedos y vencer temores. Días en los que la magia de una sonrisa acude para salvar tu alma. Días en los que un gesto cómplice o una mirada en eterna sorpresa son capaces de ordenar el desorden de tu mundo puesto del revés. Días en los no cabe más la ternura. Días en los que el tiempo se detiene y el resto del universo carece de toda importancia.

Hay días en los que uno se alegra de estar vivo. O de que exista alguien que le haga sentirse así. Vivo. (Pedro de Paz)






domingo, 25 de marzo de 2012

EL LEÓN DE LA METRO

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Manu era un joven flemático. Sus gestos habían perdido la frescura de su edad, a fuerza de consumir marihuana con demasiada asiduidad.

   —Un porrito de vez en cuando, no le hace daño a nadie —era la justificación que hacía a las recriminaciones de los que lo querían.
¡Y no eran pocos! Su carácter dócil y tímido lo envolvía en un halo de vulnerabilidad, entrando ganas de abrazarlo. Manu tenía un cabello rubio y abundante, salvaje como la más rebelde de las fieras dispuesta a no ser jamás domesticada.

   —Pásate el peine, Manu, que pareces el león de la Metro —bromeaba su madre, queriendo despertar en él algún tipo de reacción.

   Lo que ignoraba su madre era que, a Manu, le gustaba recordar el león de andar pausado que vio siendo un niño en el zoológico. Parecía dominar el mundo con su etérea presencia. Con frecuencia, se sorprendía a sí mismo pensando que, como él, atesoraba un corazón rebelde. Cualquiera que se hubiera detenido a observarlo podría ver que, en el brillo de sus ojos negros, todavía quedaba parte de ése espíritu indómito. Sin embargo, a fuerza de desgana y apatía, había conseguido convertirse, sentado en primera fila, en un mero espectador de su propia vida. Cuando consideraba una conversación supérflua, su lengua se adormecía aumentando de tamaño, negándose a malgastar saliva. Sus extremidades, demasiado grandes para un cuerpo tan enjuto y embebido, contribuían a que su caminar se viera descoordinado y lánguido como si fuera a descoyuntarse en cualquier momento, quedando desparramado por el suelo.

   Había aprendido desde niño a no meterse en líos; desde aquella vez que el Bola puso una zancadilla que le hizo perder el equilibrio, golpeándose salvajemente contra una esquina del pupitre. Cada vez que se miraba al espejo, se palpaba la enorme cicatriz que surcaba su ceja derecha. Una lección bien aprendida que contribuyó a que nunca más creyera en la Justicia. Aquél día, todos vieron lo que pasó, todos callaron la artimaña del abusón de la clase por miedo a represalias, todos negaron la versión de Manu que quedó desde entonces aislado del resto del mundo. Desde los primeros coqueteos con las drogas, como los enfermos terminales, atisbó, en el horizonte de su desolación, un rayo de felicidad al que se agarraba con denuedo. Olvidarse del mundo en que vivía, evadirse de él para sumergirse en un universo onírico donde no se necesitaba dar solución a nada, donde todo fluía de forma espontánea, ésa era la meta que perseguía. Un hedonismo que sólo conseguía con algo artificial.

lunes, 5 de marzo de 2012

SOSPECHAS (I)


 

 
Alicia se había quedado sola. Desde la habitación contigua, oyó cómo caía el agua de la ducha sobre el revestimiento de gresite. Pegó el oído a la puerta del cuarto de baño, intentando averiguar lo que ocurría al otro lado. Un golpe seco la hizo retroceder.

—¿Qué ocurre? —dijo aparentando normalidad.
—Nada, se me ha caído el bote de champú —contestó una voz masculina, desde el otro lado de la puerta.

     Por un momento, recordó la última inspección que le había hecho a la ropa de Marco antes de lavarla. Durante sus diez años de vida en común, regularmente y de forma rutinaria, había husmeado el cuello y las axilas de sus camisas, la entrepierna de los pantalones, los pañuelos de hilo y hasta los calzoncillos, en busca de algún rastro de fragancia que fuera inhabitual en sus prendas, sin encontrar señal alguna que pudiera confirmar sus sospechas. Sin embargo, hacía un par de días, la sombra de la desconfianza había germinado en ella. No tenía la mínima duda: había descubierto un olor imposible de definir, que no era de perfume, ni de esencias artificiales, ni los habituales olores corporales, sino de algo propio de la naturaleza humana. No dijo nada. Pero iba creciendo en ella una ansiedad que ya estaba carcomiéndole las entrañas. Decidida a seguir con sus pesquisas, no dudaría en infringir alguna regla que nunca antes se había atrevido a quebrantar. Lo haría. Encima de la mesilla de noche, dos tentadores objetos podían aplacar la desazón que le corroía. Volvió a mirar precipitadamente hacia la puerta. Se oía a Marco canturrear a viva voz: La donna è mobile de Verdi. El tono alegre y desenfadado con que interpretaba la canción acabó por desquiciarla. Había reparado en su actitud más relajada las últimas semanas; hasta en varias ocasiones, lo había sorprendido sonriendo sin motivo aparente. Siempre había creído que iba en contra de su naturaleza violar la intimidad de los demás, pero en este caso, el fin justificaba los medios. Alargó una mano infractora para coger la cartera de cuero negro, un regalo que ella le hizo por San Valentín. La abrió e inspeccionó cada compartimento: tarjetas de crédito, documentos de identidad, tarjetas de visitas. Fue leyendo estas últimas rápidamente, descartando todas aquellas que, según ella, tuvieran relación con la actividad profesional de su esposo. Conocía sus teorías sobre los inconvenientes ocasionados por los amores ocultos de sus compañeros de trabajo y su especial aversión por lo que denominaba "la falta de profesionalidad".  Sólo una de las tarjetas le pareció sospechosa. Retuvo mentalmente los datos, antes de devolverla a su sitio original.

                                                Pilar Ramos Buendía
                                               Agente inmobiliaria
                                               Teléfono: 657 44 66 22.

      Siguió rebuscando sin hallar nada que pudiera inquietarla. Cerró la cartera y la depositó con urgencia en el lugar donde la había sustraído. Luego, se apropió del teléfono móvil. Abrió la aplicación de “mensajes-buzón de entrada” y empezó a leer con celeridad los cuatro primeros, hasta dar con un número no identificado que memorizó automáticamente: +34 657 44 66 22. El contenido del mensaje trataba de una cita en un lugar antes convenido tres días más tarde. Un ruido de puertas abriéndose y cerrándose la sacó de su lectura y con un sobresalto, soltó el móvil sobre el cristal de la mesilla. Aguzó el oído. El agua había dejado de correr por el desagüe y se apreciaba en su lugar un zumbido monótono proveniente de algún aparato eléctrico. Volvió a empuñar con las dos manos “el revelador de secretos” y escudriñó, esta vez, todos los mensajes enviados la última semana, buscando alguno que tuviera como destinatario el número memorizado. Encontró dos, uno de hacía dos días y otro más reciente contestando afirmativamente a la cita acordada. Aquello en otras circunstancias no hubiera sido relevante; sin embargo, Alicia daba una interpretación no exenta de lógica al misterio y a la brevedad de los mensajes. Quería encontrar la verdad, y la buscaba con unas ansias casi tan grandes como el temor de averiguarla. De pronto, el ruido monocorde cesó, siendo sustituido por el sonido repetitivo de palmas: una, dos y tres. Y otra vez, una, dos y tres. Alicia conocía este ritual casi de memoria, pero no pudo evitar el temblor de las manos al devolver, con prudencia y por segunda vez, el teléfono en la misma posición que lo había encontrado minutos antes. Impulsada por una tormenta interior más imperiosa que su habitual desapego, más imperiosa aún que su propia dignidad, repitió bisbiseando lentamente las nueve cifras que habían quedado grabadas en su memoria. Poseída por una fuerza oculta, agarró el hacha que guardaba su marido detrás de las cortinas, abalanzándose sobre su víctima que cruzaba despreocupadamente el umbral de la puerta.

―TE MATO.