CITAS

Hay días que amanecen sólo para que uno pueda seguir soñando. Días en los que uno siente que el lance merece la pena, que el latido sigue ahí y que ni puedes ni quieres prescindir de él, que es posible derrotar miedos y vencer temores. Días en los que la magia de una sonrisa acude para salvar tu alma. Días en los que un gesto cómplice o una mirada en eterna sorpresa son capaces de ordenar el desorden de tu mundo puesto del revés. Días en los no cabe más la ternura. Días en los que el tiempo se detiene y el resto del universo carece de toda importancia.

Hay días en los que uno se alegra de estar vivo. O de que exista alguien que le haga sentirse así. Vivo. (Pedro de Paz)






lunes, 27 de agosto de 2012

EL HOTEL MALDITO






En los años cuarenta, siendo todavía un joven universitario de Física, me alojé en el hotel Stanley de Colorado, antes de que este establecimiento se convirtiera en el más inquietante de Estados Unidos, con espíritus incluidos en la tarifa. El hotel Stanley es un edificio de estilo georgiano construido en 1909, que sirvió de inspiración a Stephen King para escribir su obra más terrorífica: ‹‹El resplandor››. Por aquél entonces, los fenómenos paranormales de esta antigua construcción no eran de dominio público. Sólo recordarlos, me producen, todavía hoy, un extraño y repentino escalofrío. Por lo tanto, mi intención al elegir este hotel ubicado en las Montañas Rocosas, no era precisamente vivir experiencias extrasensoriales ni desafiar las leyes de la naturaleza. ¡Válgame Dios! Lo que me llevó allí fue algo más banal, simplemente la atracción que sentía por las fotografías del Gran Cañón del Colorado de la enciclopedia de mi padre, que tuvieron el poder de hechizarme durante toda mi infancia.

En mis años de juventud, presumía de una mente cartesiana propensa al racionalismo. Era un fanático de la prueba rigurosa, lo que defendía con profundo apasionamiento. Sin embargo, los hechos que acaecieron en aquellos días inquietantes consiguieron que todas mis estructuras mentales se tambalearan,  trastornándome de tal modo, que a raíz de los acontecimientos que voy a relatar, comencé a aceptar la Parapsicología como una ciencia a la altura de las que estudian  el universo observable.

Llegué a Denver el 15 de diciembre de 1940. Estaba nevando. Un gélido viento soplaba con furor, queriendo derribar los magníficos edificios que poblaban la ciudad. En el autobús que me llevaría al hotel, cautivado por el paisaje nevado, pegué la nariz al cristal de la ventanilla,  impregnándome de la belleza y del misterio circundantes. Crucé un territorio montañoso muy accidentado, con bosques de coníferas y álamos cubiertos por un manto inmaculado. Más allá del pueblo de Estes Park, en una zona sin apenas vegetación, apareció Stanley, el hotel maldito. Era una majestuosa edificación pintada de blanco, cuyas tejas rojas quedaron cubiertas por la intensa nevada, mimetizándose así con el paisaje. ¡Nada hacía presagiar que allí pasaría la noche más escalofriante de mi vida! El hotel en sí no me gustó. Lo consideraba demasiado lujoso para el hijo de un terrateniente como yo, acostumbrado a la vida de campo. Mi padre fue el que se empeñó en regalarme esta estancia por finalizar mis estudios con resultados sobresalientes. A pesar de las numerosas chimeneas encendidas, sentí al entrar un aire glacial que me estremeció. Las numerosas lámparas de arañas colgadas del techo de los salones que iba atravesando tintineaban a mi paso, produciéndome una inquietud que se vio reforzada por la luz artificial que deslumbraba al recién llegado. Todo era tan impersonal. La magnificencia de aquellos salones relucientes creaba un ambiente poco acogedor que, desde un principio, me transmitió malas vibraciones. Después de tomar una sopa caliente en el restaurante prácticamente vacío, decidí subir a mi habitación, la 418, para descansar después de un día agotador. Una vez en el ascensor, tuve un mal presagio: me llamaba poderosamente la atención que el personal del hotel estuviera envuelto en una actividad frenética, aunque apenas se viera movimiento de clientes. ¿Tal vez, esperen alguna convención? Al llegar a la cuarta planta, enfilé el largo pasillo alfombrado y, de lejos, divisé la figura de un niño vestido de blanco en un triciclo. Iba a gran velocidad. Al llegar al final del corredor, pensé que giraría el volante. Pero no. Atravesó el muro y desapareció. Me quedé paralizado. Me froté los ojos intentando convencerme de que esta visión sólo había sido el fruto de mi imaginación; pero de pronto, unas risas infantiles me helaron la sangre. Seguro que provienen de algunas de las habitaciones, pensé intentando razonar para recobrar la serenidad. Inicié la marcha primero, y aceleré el paso después en dirección a mi habitación que calculé se encontraba a mitad de la galería. Introduje la llave en la cerradura de la 418 y, al abrir la puerta, sentí algo parecido a una corriente de aire que consiguió apagar las llamas de la chimenea, dejando sólo las ascuas. Entré con precipitación, buscando a tientas el interruptor de la luz que no funcionaba. Detrás de mí, la puerta se cerró con un golpe seco y me sobresalté. No estaba dispuesto a dejarme invadir por el pánico. No era ningún cobarde para salir corriendo, para dejarme vencer ante las manifestaciones de algún espíritu maligno. ¡Un momento! Ya empezaba a desvariar. Yo, hasta entonces, nunca me había planteado que lo que estaba viviendo fueran fenómenos paranormales. Comenzaba a dudar de mis propias convicciones. Mis ojos se empezaron a acostumbrar a la oscuridad y de pronto, oí el golpeteo del agua cayendo a borbotones en el fondo de la bañera, saliendo con una presión inusual. Asustado, corrí al cuarto de baño de donde provenía el sonido y me agaché para cerrar el grifo con todas mis fuerzas. De repente, a mi espalda, salieron despedidos algunos objetos que estaban colocados en la repisa, estrellándose en la losa del baño. Tenía que hacer algo. Podrían agredirme. Así, que me armé de valor y decidí parlamentar:
—¿Quién eres? ¿Qué quieres de mí?
—Mi nombre es Emily Coleman y si no quieres morir, harás lo que te pida.
La voz tenebrosa de un espíritu de ultratumba hizo temblar las cuatro paredes de la estancia. Seguía decidido a no mostrarme intimidado por el ser invisible que pretendía retarme.
—¿Estás amenazándome?¿Crees que asustándome vas a conseguir tu propósito? Muerto no te serviría de nada.
—¿Cómo podría ser amistoso un espíritu condenado a vagar desde hace veinte años? Se me ha negado poder descansar en paz  y para conseguirlo, necesito que hagas algo por mí.
Tenía una debilidad: ser sensible al sufrimiento humano, en este caso, al sufrimiento de seres incorpóreos. Así que decidí escuchar lo que tenía que decirme.
— ¿Qué quieres que haga?
—Tú tendrás que averiguarlo. En éste mismo lugar, hace veinte años, ocurrieron unos sucesos dramáticos. Desde entonces, estoy deambulando sin descanso. Si quieres salvar tu vida, busca entre éstas cuatro paredes. Las pruebas están aquí. Busca y encontrarás. Tienes hasta el amanecer. En caso de que fracases, perderás la vida y yo seguiré vagando por los siglos de los siglos. Volveré al alba para cobrar mi tributo. No intentes escapar. Las fuerzas del más allá son más fuertes que la propia naturaleza.

Las últimas palabras del espectro quedaron grabadas en mi mente y las iba repitiendo una a una para no olvidarlas. Estaba en juego mi vida. A pesar de la advertencia del espíritu, intenté salir de allí, sin éxito. Ni los gritos que lancé ni los golpes que le asesté a la puerta fueron oídos. Pensé que un poder sobrenatural había usurpado la lógica marcha del universo y que tendría que cumplir con la misión que me habían encomendado. Las horas pasaron rápidamente. Notaba encogido mi ánimo. La angustia, agazapada en la boca del estómago, me creó un vivo malestar. Había inspeccionado palmo a palmo cada rincón de la alcoba. A mi alrededor, todo estaba manga por hombro y no conseguía hallar ningún indicio que me hablara del misterioso enigma. Mi mente bullía. Mis dedos tentaron nerviosamente los muebles queriendo encontrar alguna trampilla donde se podrían esconder unas cartas o unos documentos. Estaba desesperado. Me aventuré a introducirme dentro de la colosal chimenea, después de que el fuego se hubiera apagado definitivamente. Mis manos palparon los ladrillos laterales. Con los nudillos, golpeé el muro. Sonaba hueco. Con el atizador, seguí rascando la pared con todas mis fuerzas hasta que las rasillas se desprendieron, una a una, dejando entrever un esqueleto. Me sobrecogí al pensar lo terrible que había tenido que ser morir emparedada. Las piezas iban encajando. Sin embargo, no era suficiente. Tenía que seguir buscando. Seguir buscando hasta desfallecer. ¿Quién era Emily Coleman? Continué con el registro del cuarto y me propuse despegar el pesado armario del tabique. Yo no era precisamente un hombre fuerte y la empresa se me reveló más difícil de lo que pensaba. Lo conseguí finalmente basculando el mueble una y otra vez. En la parte trasera del ropero de roble, la madera era menos gruesa. Tocando los cantos se desprendió una parte móvil. Era un compartimento secreto donde unas cartas amarillentas anudadas con una cinta descolorida y un enigmático sobre cerrado fueron celosamente depositados. Por la ventana de la habitación, se filtró una tenue luz que anunciaba el amanecer de un nuevo día. Sentí renovarse mi ánimo y cómo la esperanza recobrada me enardecía. Tomé el sobre en mis manos y ávidamente lo desgarré. Un viejo recorte de periódico del Estes Park Trail-Gazette y una carta firmada por Emily Coleman me desvelarían el secreto mejor guardado.  
El semanario decía: ‹‹El 16 de diciembre de 1920, han sido hallados los cadáveres de Joshua y Mary Coleman, de 4 y 6 años, en la cuarta planta del Hotel Stanley de Colorado. Los niños fueron asesinados con una escopeta de cañón recortado. Según las declaraciones del personal del establecimiento, solían jugar cerca de la habitación 418 donde se alojaban sus padres, John y Emily Coleman. Se ha ordenado la busca y captura de los progenitores. La Policía ha iniciado una exhaustiva investigación para esclarecer el móvil del crimen. Según testigos presenciales, John Coleman, el director del hotel, es el presunto autor de este atroz asesinato››
Leí detenidamente la crónica y reparé en la fecha: se cumplía precisamente 20 años del asesinato. No podía ser casualidad, sino un cúmulo de causalidades. La carta de Emily decía así:
‹‹Dentro de pocas horas dejaré de existir poniendo fin al tormento que ha sido mi vida desde mi matrimonio con John Coleman. Él ha cegado la vida de mis hijos como castigo por no amarlo. ¿Quién puede querer a una bestia salvaje capaz de tal atrocidad?  Mi corazón nunca le perteneció, se lo entregué al único hombre que he amado y amaré para siempre. Mis intentos por proteger a mis pequeños no fueron suficientes. Estoy cansada de esconderme. Sé que la fiera anda al acecho y pronto me alcanzará. Los celos y la locura han conseguido destrozar todo en lo que he creído y amado en mi vida.  Si algún día esta carta ve la luz, no me juzguen por lo que voy a hacer, sino por el amor que entregué.
Que Dios se apiade de mí.
Emily Coleman››.
            Después de leer detenidamente la carta de despedida, llegué a la conclusión de que veinte años era demasiado tiempo para una penitencia. Descanse en paz, Emily.