Esta mañana, he intentado evocar el rostro de mis hijos y me ha llevado tiempo. Y conforme vayan pasando los años, más tiempo me llevará. Es triste, pero cierto. Al cabo de los años, he llegado a convencerme de que no es suficiente desear algo para que ocurra. Mis añorados, Dreirdre y Patrick, no volverán a la vida por más que yo lo desee.
Hace dos años que me instalé en Niza donde el clima benigno favorece mi
ánimo y mis ganas de vivir. Habito en una casa enorme con mi secretario y mi
ama de llaves. Mi amiga, Maria Desti, dice que todavía tengo una piel fresca y
un talle envidiable pero, a mis cuarenta y nueve años, el reflejo que me
devuelve el espejo cada mañana no me dice lo mismo. En mis frecuentes paseos en
descapotable, me he cruzado con un joven muy guapo que conduce un Almicar
francés. Lo he apodado irónicamente Bugatti. Archer me lo ha presentado, es
italiano. Estuve bailando en sus brazos durante toda la noche. Las primeras
notas de l’amour est un oiseau rebelle
de Bizet todavía suenan en mi cabeza. Mañana volveré a verlo.
Mi vida ha estado condicionada por Afrodita, la diosa griega del amor.
Desde niña, pensaba que había emergido de las profundidades del mar para
dirigir toda mi existencia. En el seno materno probé las delicias de las ostras
y del champán helado, manjar de dioses, el único sustento que el cuerpo de mi
madre era capaz de asimilar. Podría parecer una paradoja, puesto que mi padre
nos abandonó siendo yo muy pequeña, dejándonos en una situación económica
precaria. Poco después, lo apresaron culpado del robo a un banco. Durante siete
años, debido a los comentarios que oía en mi entorno, me lo imaginé con cuernos
y rabo. Al conocerlo, se disiparon todos mis temores sobre mi origen diabólico
y comprobé que era un hombre apuesto que vestía con sombrero y levita. Mi madre
nos sacó adelante valerosamente, dando lecciones de piano e inculcándonos el
amor por la música de Schubert, Mozart y Schumann. Mi primer recuerdo es un
incendio. Con dos o tres años me lanzaron a los brazos de un policía irlandés desde
una ventana. En medio de las escenas de pánico, abracé amorosamente a aquel
hombretón y me sentí segura. Todavía oigo la voz desgarrada de mi madre
llamándome: Isadora, Isadora.
Nací a orillas del mar, en la ciudad de San Francisco. Desde mi más
tierna infancia, he sentido fascinación por las olas. Me sentaba en la playa,
con las manos unidas en mi regazo, horas enteras de observación contemplativa,
para luego reproducir los movimientos con mi cuerpo. Cada elemento de la naturaleza,
como las ondulaciones de un camino o el movimiento de las copas de los árboles
mecidas por el viento, era una fuente inagotable de inspiración. Esto fue el
inicio de mi arte, la expresión divina del espíritu humano por medio de una
danza natural, sin artificios.
Mi madre era deliciosamente
descuidada. Trabajaba todo el día fuera de casa y nos dejó, a mis tres hermanos
y a mí, vivir una infancia llena de espontaneidad y creatividad. Podíamos
seguir libremente nuestros impulsos vagando por el muelle, la playa o la
ciudad. Esa vida salvaje y sin obstáculos fue la inspiración de la danza que he
creado y no es más que la expresión de la libertad. Mi madre fue educada en el
seno de una familia católica irlandesa. Vapuleada por una sociedad que veía con
malos ojos a una mujer divorciada con hijos a su cargo, perdió la fe en la
religión católica y abrazó el ateísmo. Un día por Pascuas, a la edad de cinco
años, volví enfurecida de la escuela pública.
—Isadora, cariño, cuéntame qué te ocurre.
Sus delicados dedos de pianista alisaron mis cabellos para animarme a
hablar. Se agachó para ponerse a mi altura y me escuchó atentamente.
—La maestra empezó a repartir pasteles y bombones que habían traído los
Reyes Magos. Le dije que los Reyes Magos no existen para los pobres y me obligó
a sentarme en el suelo. Le he dicho delante de toda la clase que no creo en
mentiras y que únicamente las madres ricas pueden hacer regalos a sus hijos.
Mientras acariciaba mis mejillas
con la palma de sus manos, me miró fijamente a los ojos y dijo:
—Isadora, no hay Reyes Magos; no
hay Dios; no hay nada más que tu propio espíritu que pueda ayudarte.
Aquella noche, mis hermanos y yo nos sentamos a sus pies y nos leyó un
pasaje de la obra de un político agnóstico: Bob Ingersoll.
—Las manos que ayudan son más nobles que los labios que rezan.
Concluyó, mientras cerraba el libro, convencida de que en su situación,
el sentimentalismo carecía de sentido.
Mi verdadera educación se realizaba por las noches cuando mi madre nos
tocaba piezas de Beethoven, Schumann, Schubert, Mozart o Chopin y nos leía con
voz clara o aterciopelada, fragmentos de las obras de Shakespeare, Shelley,
Keats o Burns. En mi afán por imitarla, recitaba con verdadera afectación:
¡Me estoy muriendo, Egipto, muriendo!
Velozmente decrece la roja corriente vital.
Eran horas
encantadas donde la magia se apoderaba de nuestra casa y jugábamos a interpretar
los más variopintos sentimientos humanos. También aprendí a desenvolverme en un
mundo despiadado, desde muy temprana edad. Yo era la más audaz de toda mi
familia. Cuando no teníamos nada que comer, era a mí a quien enviaban a la
carnicería o a la panadería para renovar el crédito. Valiéndome de argucias y
promesas, conseguía traer algunas chuletas de cordero para la cena. Consiguiendo
engañar a los despiadados carniceros, logré manejar, años más tarde, a los
despiadados empresarios.
A los diez años recogí mis cabellos en un moño alto, proclamé a todo el
que venía a mi casa para recibir lecciones de baile que tenía dieciséis, y se lo
creyeron. Dejé
la escuela
pública y pronto, las familias adineradas de San Francisco me solicitaban para
enseñar mi arte a sus hijos. Siendo todavía muy joven, viajé con mi familia por
todo el mundo para formarme en las arte clásicas. Trabajamos todos muy duro
para poder costearnos los pasajes. A pesar de alojarnos en habitaciones
inmundas, tengo maravillosos recuerdos de las horas pasadas en el Louvre, en el
Museo Rodin de París y en el National Gallery de Londres, estudiando
minuciosamente cada detalle de las estatuas y pinturas griegas. A Raimundo, mi
hermano, le apasionaba dibujar los vasos griegos de las galerías del Louvre.
—¡Mira! ahí está Dionisios—exclamaba, mientras yo esbozaba unos pasos de
baile frente a él —espera un momento, tengo que dibujarlo.
—Ven aquí; mira a Medea matando a sus hijos— le decía horrorizada,
llamando ansiosamente su atención.
Danzaba en los salones de la
aristocracia descalza, con el pelo suelto, sin maquillaje, vestida con túnica
blanca y transparente, una presencia etérea, lejos de las estrictas reglas del
ballet. Un día encarnaba a la rubia Segelinda reposando en los brazos de su
hermano Sigmundo, al día siguiente era Brunilda llorando a su perdida deidad y
luego, Kundry lanzando sus salvajes improperios bajo la fascinación de
Klingsor. Fueron años donde los hombres más inteligentes y cultos de Europa me
admiraban solicitando mi compañía. Al entrar en escena, todos exclamaban:
“Isadora, nuestra ninfa griega, eres cautivadora”.
Me enamoré de muchos hombres pero el matrimonio no figuraba entre mis
aspiraciones. Tuve dos hijos de dos hombres distintos, lo que me valió el
desprecio de muchos y la alabanza de algunos. Dreirdre fue el fruto de una
relación loca e inconsciente con el escenógrafo inglés Gordon Graig, calificado
por mi madre como “el vil seductor”. Ahora desde la distancia de los años, me
doy cuenta que sólo estábamos unidos por una pasión descontrolada y unos
proyectos profesionales sólo centrados en su obra.
—¿Por qué no dejas eso? —cuestionaba, refiriéndose a mi arte— ¿Por qué
quieres ir al teatro y agitar los brazos?¿Por qué no te quedas en casa
afilándome los lápices?
—Mi querido Gordon —le contestaba irónicamente—, ¿por qué no me acompañas
en mi próxima gira, necesito quién se ocupe de mi guardarropa.
De Paris Singer, hijo del magnate de las máquinas de coser, tuve mi
segundo hijo Patrick. Al principio de nuestra unión, aparecía con regalos.
—Querida, ¡mira qué magnífica joya engarzada con diamantes!
—Es preciosa, cierto, pero con el valor de esta gargantilla, podríamos
sufragar los gastos de mi escuela de baile durante algunos meses. ¿No te
importa que la devuelva?
—No, no me importa, eres tan bella que no necesitas adornos.
Me separé de Paris huyendo de lo que consideraba un cautiverio y dispuesta
a recobrar mi libertad, sin sospechar que la desgracia rondaba nuestras cabezas
como si de un maleficio se tratara. Pronto, me ofrecieron protagonizar un
espectáculo en París que tuvo mucho éxito. Agobiada por un exceso de trabajo,
le pedí a la institutriz que llevara a mis
hijos de excusión a Versalles. Subieron al coche; al despedirme besé el cristal
que nos separaba y sentí en los labios una sensación glacial que me estremeció.
Observé cómo se alejaban; una profunda zozobra inundó mi corazón. Jamás volví a
verlos vivos. Al tomar la curva, el coche se despeñó por un puente,
tragándoselo el Sena. Quise morir pero, en aquel momento, no tuve el valor
suficiente para hacerlo. Durante días, estuve tentada al ver los somníferos
sobre el tocador. En una ocasión, volqué el pequeño frasco en la palma de mi
mano, conté veinte píldoras y me dispuse a llevármelas a la boca. Una voz
interior me lo impidió:
—No lo hagas, Isadora, amas demasiado la vida.
Y es cierto. Amo demasiado la vida.
Me alejé de los escenarios durante un tiempo; volqué toda mi energía y
cariño en los niños de mi escuela de baile. Atraída por la Revolución Rusa,
decidí trasladarme a aquel país. Coseché muchos éxitos entre los
revolucionarios que me veneraban como a una de sus camaradas. Con el dinero que
recaudaba de mis actuaciones, pude acoger en mi escuela numerosos niños que
huían de la miseria, de la guerra y de la infelicidad. Recuerdo cuando me
trajeron una niña pequeña envuelta en un manto oscuro. La tomé en mis brazos y
fui incapaz de decir que no podría aprender a bailar. El hombre que la trajo no
esperó mi respuesta. Se dio la vuelta y se marchó. Jamás volví a verlo. El
gobierno había prometido apoyar mi proyecto, pero pronto me encontré sola ante
los problemas económicos. Entonces, empecé a beber para olvidar las miserias de
aquel ambiente espartano. Conocí a Serghei Esenin, un joven poeta ruso, en una
fiesta donde el alcohol enturbiaba las mentes y exaltaba los ánimos. Me gustaba
su temperamento apasionado, el patriotismo exacerbado de sus versos y su
descontrolada manera de amarme. Fue el único hombre capaz de acabar con todas
mis reservas sobre el matrimonio y accedí poco después a casarme con él.
Necesitaba volver a encontrarme con mi público y lo convencí para regresar a
Estados Unidos. La acogida fue masiva en el puerto, aunque se levantaron
algunas voces contra los bolcheviques. En la rueda de prensa que convoqué,
Serghei espantó a los periodistas disparando balas de fogueo contra ellos. Yo
había bebido demasiado aquel día y me divertí mucho al ver cómo salían
espantados del hotel. Aquel fue el principio de mi declive profesional. Durante
mi vida con frecuencia el amor enturbió
al arte y el arte, al amor.
Me divorcié de Serghei cuando descubrí que el hombre del que me enamoré
se había convertido en una patética caricatura de sí mismo. Volví a Europa para
intentar reconducir mi carrera. Los admiradores que, en otro tiempo, llenaban
los teatros me habían abandonado y sin contratos mi vida se precipitaba
irremediablemente hacia el abismo. Seguí luchando, pero los empresarios no
confiaban en mí y pronto fui relegada al anonimato más absoluto. Un año
después, supe por los periódicos que los problemas mentales de Serghei lo
habían llevado al suicidio. Aquella noticia me conmocionó. Se confirmaban, de este
modo tan brutal, mis sospechas de que existía un extraño sortilegio que
castigaba injustamente a todas las personas que había amado. Me culpé por ello,
y prometí no volver a amar en lo que me quedara de vida.
Anoche volví a soñar con mis hijos. Allí, en las turbias agua del río
Sena, sus cuerpos inertes aguardaban, sepultados en un ataúd con ruedas. Un
enorme banco de peces custodiaba los cadáveres, rondándolos, alejándose,
volviendo a acercarse, una y otra vez, hasta impulsarlos fuera del vehículo donde
habían quedado atrapados. Los cuerpos quedaron a merced de la corriente. Los
ojos de mi pequeña Dreirdre, tan diáfanos en otros tiempos, habían tomado el
color de las veladas aguas. La sonrisa angelical de Patrick se había
transformado en una fea mueca. Hay un
silencio donde no puede haber sonido: en la fría tumba, donde ni las risas ni
los llantos tienen cabida, donde el horror ya no existe, donde el tiempo se
detiene. Una visión, que en otro momento me habría parecido terrorífica, ahora
resultaba tranquilizadora. Sus cuerpos, librados de su trampa mortal, vagarían
para siempre en libertad. Ya no existe agonía, durante demasiado tiempo anidó
en mí, aniquilando mi estado de felicidad natural. Tengo la certeza de que el
amor y el arte han sido el eje de toda mi vida.
OBITUARIO DEL NEW YORK TIMES
La célebre bailarina Isadora Duncan ha muerto, el miércoles 14 de septiembre de 19 27,
en trágicas circunstancias. El Bugatti de la señora Duncan recorría a toda
velocidad la Promenade des Anglais en Niza, cuando la estola
de seda que rodeaba su cuello, la misma que había agitado ante la multitud a su
regreso a Estados Unidos, se enredó en unas de las ruedas posteriores del
vehículo. La ninfa, como todos la
llamaban, salió despedida por un costado del vehículo y se precipitó sobre la
calzada de adoquines. Fue arrastrada durante unos metros con una fuerza
terrible, hasta que el conductor, alertado por los gritos, consiguió detener el
coche. Los servicios médicos atendieron a la víctima, pero sólo pudieron constatar
el fallecimiento por estrangulamiento, de forma casi instantánea. Murió a los
cuarenta y nueve años, sin poder evitar el abrazo homicida. Según el testimonio
de sus amigos, sus últimas palabras fueron: “Me voy al amor”. Digno final de
una existencia romántica pero extravagante.