La intensa lluvia golpeaba los cristales de la ventana de la alcoba de Lorena. Al amanecer, se incorporó en la cama y echó un vistazo por la ventana: el viento despiadado había arrancado de cuajo el árbol que meses antes, ella y Javier, habían plantado en el jardín. Abrazada a la almohada húmeda, sintió escalofríos, los fantasmas de la noche habían dejado profundos surcos en su rostro y en su ánimo. Al contemplar el árbol de fuego desparramado sobre un manto de hojas secas, recordó su testarudez al elegir una variedad tan exótica. Sus raíces superficiales ni siquiera han podido resistir una noche de tormenta.
—Lo nuestro no es amor verdadero, pero fue bonito mientras duró—fueron las últimas palabras de Javier antes de salir de la vida de Lorena para siempre.
Una punzada atravesó el corazón quebrado de la muchacha. Aquella frase hecha, vertida por unos labios deseados y hasta venerados, era la explicación que él daba a una historia de amor que ella creía inmortal. Aquellas noches tórridas donde sus cuerpos se unieron con compases rítmicos, sin jamás desafinar, no podían quedar en el olvido. Las recordaría mientras le quedara un soplo de vida. Aquellas risas compartidas en el desayuno y en la cena durante tres meses ¿no eran reales? Si no lo fueron, él podría haber ganado el galardón al mejor actor principal de esta comedia.
—Te quiero, amor mío.
Palabras vacías arrojadas en el fragor de la pasión, hoy resuenan como un escabroso comentario sin significado, sin valor.
Palabras vacías arrojadas en el fragor de la pasión, hoy resuenan como un escabroso comentario sin significado, sin valor.
Se dirigió al cuarto de baño para aliviar el dolor de su enrojecido rostro. Abrió el grifo y vio como manaba el agua, cayendo sobre sus palmas unidas. Acercó su semblante trémulo y pensó que podría mitigar su tormento. Al incorporarse, frente al espejo, comprobó que su rictus seguía compungido. Se esforzó en sonreír y comprobó que una mueca la había desfigurado para siempre.
—Quiero morir—gritó Lorena.
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