Foto de R.Merino.
Adentrándome en
el bosque, después de caminar durante horas, descubrí un remanso de agua
escondido entre la maleza. La primavera había vestido de un follaje de
múltiples tonalidades verdes los árboles que unos meses antes parecían raquíticos.
Desde las alturas, se oyó como una algarabía discordante durante unos minutos,
luego un sonido monocorde al cual pronto me acostumbré y dejé de atender. Mis
pies pisaron unas rocas resbaladizas cubiertas de musgo que parecían adentrarse
tímidamente en las aguas estancadas. Desde allí divisé un enorme pedrusco de
donde pensaba, podría contemplar mejor el maravilloso paisaje. Anduve, tratando
de mantener el equilibrio, sorteando una a una las piedras que iba
encontrándome por el camino. En una ocasión, me tambaleé. Para rectificar la
posición, mi pie derecho tomó contacto con el agua que se iba filtrando entre
las rocas. Comprobé que el líquido no había traspasado la zapatilla. Llegué a
mi destino y desde esa situación de privilegio, todos mis sentidos parecían
recobrar sus facultades a pesar de mi cansancio evidente. Dos frondosos árboles
de tronco fino y flexible, a ambos lados del manto azulado del agua, ofrecían
generosamente su sombra. Lo agradecí después del esfuerzo. Al fondo, una
enérgica cascada golpeaba la superficie anquilosada del estanque formando un
burbujeo de espuma blanca. El sonido del agua se hizo más audible. El sol se
filtraba entre los árboles abriéndose paso y perdiéndose en las profundidades
de la laguna. Ahí fue donde también se perdió mi pensamiento.
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