Manu era un joven flemático. Sus gestos habían perdido la frescura de su edad, a fuerza de consumir marihuana con demasiada asiduidad.
—Un porrito de vez en cuando, no le hace daño a nadie —era la justificación que hacía a las recriminaciones de los que lo querían.
¡Y no eran pocos! Su carácter dócil y tímido lo envolvía en un halo de vulnerabilidad, entrando ganas de abrazarlo. Manu tenía un cabello rubio y abundante, salvaje como la más rebelde de las fieras dispuesta a no ser jamás domesticada.
—Pásate el peine, Manu, que pareces el león de la Metro —bromeaba su madre, queriendo despertar en él algún tipo de reacción.
Lo que ignoraba su madre era que, a Manu, le gustaba recordar el león de andar pausado que vio siendo un niño en el zoológico. Parecía dominar el mundo con su etérea presencia. Con frecuencia, se sorprendía a sí mismo pensando que, como él, atesoraba un corazón rebelde. Cualquiera que se hubiera detenido a observarlo podría ver que, en el brillo de sus ojos negros, todavía quedaba parte de ése espíritu indómito. Sin embargo, a fuerza de desgana y apatía, había conseguido convertirse, sentado en primera fila, en un mero espectador de su propia vida. Cuando consideraba una conversación supérflua, su lengua se adormecía aumentando de tamaño, negándose a malgastar saliva. Sus extremidades, demasiado grandes para un cuerpo tan enjuto y embebido, contribuían a que su caminar se viera descoordinado y lánguido como si fuera a descoyuntarse en cualquier momento, quedando desparramado por el suelo.
Había aprendido desde niño a no meterse en líos; desde aquella vez que el Bola puso una zancadilla que le hizo perder el equilibrio, golpeándose salvajemente contra una esquina del pupitre. Cada vez que se miraba al espejo, se palpaba la enorme cicatriz que surcaba su ceja derecha. Una lección bien aprendida que contribuyó a que nunca más creyera en la Justicia. Aquél día, todos vieron lo que pasó, todos callaron la artimaña del abusón de la clase por miedo a represalias, todos negaron la versión de Manu que quedó desde entonces aislado del resto del mundo. Desde los primeros coqueteos con las drogas, como los enfermos terminales, atisbó, en el horizonte de su desolación, un rayo de felicidad al que se agarraba con denuedo. Olvidarse del mundo en que vivía, evadirse de él para sumergirse en un universo onírico donde no se necesitaba dar solución a nada, donde todo fluía de forma espontánea, ésa era la meta que perseguía. Un hedonismo que sólo conseguía con algo artificial.