—Perdone, ¿es
usted Pilar Ramos Buendía? —dijo Marco al dirigirse a una mujer de mediana edad
sentada frente a una pantalla de ordenador.
—No, ahora la
aviso —contestó ella con voz átona, sin desviar la mirada del monitor.
Marco entró en
aquella Agencia Inmobiliaria convencido de que necesitaba dar un giro a su
vida. Pensaba que un cambio de escenario sería un acicate para Alicia, su mujer,
una manera de ilusionarla. Últimamente, sus ataques de celos habían enturbiado
la paz del hogar. El día de San Valentín sería un momento propicio para
regalarle la casa de sus sueños.
Se mantuvo de
pie durante unos minutos, esperando instrucciones de la secretaria que
permanecía inmóvil e inexpresiva. Carraspeó intencionadamente y aguardó sin
obtener reacción alguna. Miró a su alrededor, una joven pelirroja con aspecto
desgarbado lo escrutaba con la mirada. Por un momento llegó a imaginar que
sacaría una cinta métrica del bolsillo para medirlo por todas partes. Marco
miró su chaqueta en busca de una mancha que no hubiera detectado antes. Se
palpó los labios y la barbilla por si hubiera algún rastro de espuma de
afeitar. Todo perfecto. La chica esbozó una media sonrisa que quiso ocultar
tras la revista que sostenía entre las manos. Ya había conseguido ponerlo
nervioso. Buscando un registro de voz grave para disfrazar su inquietud, se
decidió a interpelar a la administrativa.
—Por favor, ¿podría usted avisarla? Tengo cita a las cinco.
Aquellas palabras parecían haber
acariciado sus oídos. La mujer echó una ojeada por encima de sus gafas y se las
quitó precipitadamente, escondiéndolas en un cajón.
—Perdone
señor, ¿quiere usted sentarse mientras informo a la señorita Ramos de su
llegada?
Se levantó
ajustándose la falda que ceñía sus anchas caderas y se alejó contoneándose como
si estuviera en una pasarela de moda. Mientras tanto, Marco curvó los labios
hacia un lado en un rictus irónico, tomó asiento en un sillón de cuero y sacó
su teléfono móvil con la intención de
hacer la espera más corta.
—Buenas
tardes, señor Ruipérez.
Marco alzó la
vista. Una mujer que debía rondar los cuarenta años, vestida con traje sastre
gris, lo saludó con una sonrisa franca. Se fijó en su rostro lleno de arrugas.
Lejos de envejecerla, le conferían una juventud que trascendía la edad. Parecía
agradable y atractiva, de manera que Marco sintió por ella una simpatía
instantánea. Pasaron a su despacho. Mientras le explicaba las características
de las casas que había seleccionado, según las indicaciones que le había dado
por teléfono, Marco se fijó más detenidamente en ella. Era alta y delgada,
apenas tenía pecho y curvaba con frecuencia los labios hacia un lado en un
gesto irónico. Estuvieron estudiando los planos de las casas durante unos
veinte minutos. Marco se dejó aconsejar, parecía que había captado
perfectamente lo que buscaba. Finalmente, eligió un pequeño chalet de dos
plantas, con porche trasero y delantero, piscina y trescientos metros de
jardín. La agente no había descuidado ningún detalle, todo estaba estudiado al
milímetro: descripción detallada de la propiedad, calidades de los materiales,
formas de pago; sólo quedaba que dieran su visto bueno y firmaran el contrato.
—En sus manos
dejo todo este asunto —dijo Marco con una sonrisa de satisfacción, tendiéndole
la mano para despedirse―. Espero su llamada con el fin de que me notifique la
próxima cita. Un momento preferiría que no me llamara, mejor me comunica la
fecha y hora por SMS, quiero darle una sorpresa a mi mujer.
Mientras
entraba en el ascensor, Marco se imaginó la cara que pondría Alicia al ver la
casa. Hacía tiempo que no la veía de buen humor. Al salir a la calle, el sol se
reflejaba en los cristales de los coches aparcados. Abrazado al calor de los
rayos multicolores, se perdió entre los viandantes con una sonrisa en los
labios.
‹‹TE MATO››. La
voz de Alicia retumbó en la cabeza de Marco, que se incorporó bruscamente en la
cama. La horrible pesadilla le había dejado un sabor amargo y una extraña sensación
como si alguien o algo estuviera sentado encima de él, oprimiéndole el pecho.
Alargó el brazo en la oscuridad hasta rozar el cuerpo de Alicia y lo mantuvo
así durante unos minutos, al tiempo que adivinaba el roce de su aliento sobre
la piel. Por mimetismo, la respiración de Marco fue recobrando la normalidad.
Necesitaba sentir la cercanía de aquel cuerpo cálido e inactivo para espantar
los fantasmas de la noche y lo atrajo suavemente hacia él. No recordó ningún
detalle del sueño pero le quedó grabada la imagen de ella con un hacha en la
mano amenazándolo al salir de la ducha. Su mente ahuyentó sistemáticamente
aquella espantosa escena, aduciendo a toda clase de argumentos, llegando a la
conclusión de que los sueños sueños son. Poco a poco, fue abandonándose a un dulce
letargo sucumbiendo a un estado de somnolencia.
A la mañana
siguiente, Marco se despertó de muy buen humor. Los rayos de sol que se
filtraban por la ventana lo deslumbraron. Acercó los labios a los cabellos de
Alicia que parecía estar dormida todavía y selló con un beso todo su amor. La
señorita Ramos le había confirmado el día y la hora de la cita para enseñarle
la casa a su mujer. Ahora sólo necesitaba planear concienzudamente la manera de
llevar a Alicia sin que ella sospechara nada. Pero eso, lo pensaría más tarde.
Se dirigió al cuarto de baño para darse una ducha. El agua caliente tonificó
sus músculos. Mientras se enjabonaba, cantaba a viva voz “La donna è Mobile” de Verdi.
De repente tuvo un déjà vu y los angustiosos
recuerdos de la noche pasada acudieron uno detrás de otro:
Alicia
inspeccionando su cartera. Alicia memorizando los datos de una tarjeta de
visita.
Cerró el grifo
de la ducha y buscó la toalla para secarse.
Alicia apropiándose
de su teléfono móvil. Alicia leyendo sus mensajes.
Abrió la puerta
del armario en busca de la maquinilla de afeitar eléctrica y la cerró con un
ruido sordo.
Presa de un
sobresalto, Alicia desasiéndose del móvil sobre el cristal de la mesilla de
noche.
Conectó el
aparato a la red y empezó a afeitarse con movimientos circulares.
Alicia volviendo a empuñar el teléfono. Alicia escudriñando ávidamente la pantalla.
Alicia volviendo a empuñar el teléfono. Alicia escudriñando ávidamente la pantalla.
Desconectó la
maquinilla y la colocó sobre el lavabo. Empuñó la loción para después del
afeitado y se la aplicó con un ritual que parecía ensayado.
Alicia, con
manos temblorosa soltando el móvil. Alicia bisbiseando un galimatías incomprensible. Alicia,
poseída por una fuerza oculta, agarrando un hacha.
En ese preciso
instante, aterrorizado, Marco cruzó el umbral de la puerta dispuesto a esquivar
la brutal embestida.
Alicia armada con un bote de crema le dijo:
―Cariño,
quieres que te dé un masaje.