Ayer descubrí en el rostro de mi hijo que estaba condenada. La debilidad
que se adueñó de mi cuerpo, hace algunas semanas, pronto de manera irremediable
afectará mi mente.¿Por qué lo sé? Porque lo sé. Todos eluden las preguntas que
me atreví a hacerles, lo veo en sus ojos, pero ayer la congoja de Heinrich
respondió a todos mis temores. Antes de mi fatal desenlace, quisiera confesar la
pasión que sentí por el que fue el amor de mi vida. Nunca pude averiguar si fui
correspondida, ya que esta relación no transgredió los límites aparentes de la
cortesía y de la propia amistad entre dos jóvenes. Puede parecer extraño que
después de veinte años, rompa este silencio. Sin embargo, los sentimientos que
aún albergo en mi interior, me demuestran que lo que no fue y pudo ser, no
puede morir conmigo. Un amor tan puro merece ser exaltado, no condenado. Pero
empecemos por el principio.
Por aquél entonces, estaba yo casada con Alexander Petronov, un
diplomático ruso con un prometedor futuro, que nos llevó a recorrer toda
Europa. Con dieciocho años, ya estaba casada y con diecinueve tuve a mi único
hijo. Le puse a la criatura el nombre de Heinrich, haciendo honor a la
tradición familiar. Alexander era un hombre apuesto y educado, diez años mayor
que yo, que sabía moverse entre la alta sociedad a la cual yo pertenecía. Mi
familia de origen alemán siempre había deseado que yo hiciera un buen
matrimonio y Alexander era el mejor partido de todos mis pretendientes. Supo enamorarme con toda clase de atenciones. En pocos meses, nos casamos sin apenas conocernos. Los
dos primeros años de mi matrimonio, fui muy feliz hasta que descubrí que una
vez conquistado mi corazón, yo había dejado de interesarle. Notaba que le
aburría profundamente y dejó de ser el encantador hombre que me fascinó en el
baile de mi presentación en sociedad. Su carácter se agrió. Lo notaba taciturno
por las mañanas e impacientes por las tardes. Cualquier cosa que hiciese o
dijese era motivo de reproche. Mis intentos por agradarle fueron inútiles y ya
por entonces, se dedicó a conquistar mujeres. Se entregó a este juego con
apasionamiento, dilapidando su fortuna y mi dote.
Los años siguientes fueron muy tristes para mí, a pesar de encontrarme en París, la ciudad que encarnaba la alegría de vivir del Segundo Imperio. Mientras mejor trataba a mi marido, peor se portaba. Los consejos de mi madre no ayudaron a solucionar las continuas crisis matrimoniales. Mi hijo ocupaba todo mi tiempo y hasta dejé de aparecer en sociedad, a causa de las habladurías y los continuos comentarios que me hacían abiertamente nuestras amistades. Me encontré sola, a pesar de estar rodeada de gente. Alexander me recriminaba mi falta de entusiasmo por las reuniones sociales y mi desinterés por sus amigos. Consideraba que aparecer en esas fiestas era fundamental para escalar puestos en la sociedad. Empujada por su insistencia, aquél día de primavera, me arreglé para salir. Se estrenaba en la Ópera de París “Giselle”, un ballet romántico que produjo gran expectación entre los que frecuentaban los salones de Madame de Langeais, una baronesa muy rica que reunía los artistas e intelectuales de la época. Poco después de llegar al Palacio Garnier, Alexander me dejó sola en el palco durante media hora, una falta de tacto que no le perdoné aquella vez. Yo estaba avergonzada e intenté disimular leyendo el libreto que me habían entregado a la entrada. Sabía que mi comportamiento sería objeto de burla entre los asistentes y procuré mantenerme lo más digna posible, hasta que apareció en la entrada del palco Madame de Langeais.
Los años siguientes fueron muy tristes para mí, a pesar de encontrarme en París, la ciudad que encarnaba la alegría de vivir del Segundo Imperio. Mientras mejor trataba a mi marido, peor se portaba. Los consejos de mi madre no ayudaron a solucionar las continuas crisis matrimoniales. Mi hijo ocupaba todo mi tiempo y hasta dejé de aparecer en sociedad, a causa de las habladurías y los continuos comentarios que me hacían abiertamente nuestras amistades. Me encontré sola, a pesar de estar rodeada de gente. Alexander me recriminaba mi falta de entusiasmo por las reuniones sociales y mi desinterés por sus amigos. Consideraba que aparecer en esas fiestas era fundamental para escalar puestos en la sociedad. Empujada por su insistencia, aquél día de primavera, me arreglé para salir. Se estrenaba en la Ópera de París “Giselle”, un ballet romántico que produjo gran expectación entre los que frecuentaban los salones de Madame de Langeais, una baronesa muy rica que reunía los artistas e intelectuales de la época. Poco después de llegar al Palacio Garnier, Alexander me dejó sola en el palco durante media hora, una falta de tacto que no le perdoné aquella vez. Yo estaba avergonzada e intenté disimular leyendo el libreto que me habían entregado a la entrada. Sabía que mi comportamiento sería objeto de burla entre los asistentes y procuré mantenerme lo más digna posible, hasta que apareció en la entrada del palco Madame de Langeais.
—¡Buenas noches! querida Frida, te presento Monsieur Émile de
Trintignant. Levantándome de mi asiento
para atender a los visitantes, ofrecí mi mano al joven que acompañaba a mi
amiga.
—Encantado. Había oído hablar de usted pero hasta ahora no había tenido
ocasión de verla en la Ópera —me dijo besándome la mano, al tiempo que me
miraba a los ojos—. Es usted más bella de lo que me habían dicho.
Fue un amor a primera vista. Desde ese día, Émile entró a formar parte de
mi vida. Los pocos minutos que hablamos aquél día y la atracción que sentí por
él desde el principio fueron suficientes para alborotarme. Sin embargo, a pesar
de que este sentimiento fuera creciendo en mi interior, jamás se lo confesé. Es
más, tampoco me di cuenta que era amor hasta mucho tiempo después; lo
disfrazada en un sentimiento de amistad recíproca. Algo natural, no podía
olvidar que estaba casada. Para mí, la estabilidad de mi hijo era más
importante que mi propia felicidad. Aunque no fuera buen marido, en aquel
momento pensaba que Alexander era un buen padre. Mi hijo lo adoraba y yo nunca
habría hecho algo que Heinrich pudiera reprocharme. Durante cinco años, Émile y
yo, cultivamos una amistad donde compartimos inquietudes intelectuales y con el
tiempo, aprendimos a conocernos personalmente. Mi afición por la Literatura me acercó a
su profesión de escritor y se estableció entre nosotros una conexión de ideas
que no pasó desapercibida a nuestro entorno. En el salón de Madame de Langeais,
disfruté de los momentos más exquisitos de toda mi juventud. Nunca olvidé
aquellos años: fueron los más felices de toda mi vida. Desgraciadamente, no sólo
debía ser honrada, sino parecerlo y las malas lenguas se encargaron de
destrozar mi reputación. Alexander se volvió más desconfiado que nunca y me
prohibió asistir a las reuniones con mis amigos. Fue un castigo cruel y
desconsiderado, después de estar luchando contra un amor imposible. Le envié
varias cartas a mi padre, desesperada por el enclaustramiento que me impuso al
dudar de mi honradez. Le comuniqué mi deseo de abandonar a mi esposo y
convencido de mi infelicidad, accedió a venir a París para “negociar” mi
salida. Así me sentí: una moneda de cambio. Pasé de nuevo a la tutela de mi
padre y Alexander consintió en dejarme ir con mi hijo. Con treinta y tres años
era menor de edad y consentí que siguieran jugando con mi vida. Una mañana de
otoño, salí de París, llevándome a
Heinrich y mis recuerdos. Una vez en Alemania, a través de un abogado,
tramitamos el divorcio. Nunca más volvería a ver a Alexander, tampoco volvió a
ver a su hijo. Se casó un año después de mi salida del país. Durante estos
veinte años, no supe nada de mi amor platónico. A veces, creo verlo aparecer en
la ópera entre los asistentes, se acerca, me besa la mano, como el día de
nuestro primer encuentro.
—Es usted más bella de lo que me habían dicho.