—¿Cuidarás
de mi apartamento en mi ausencia? Espero no causarte ninguna molestia, sólo se
trata de regar las plantas.
—No
es ninguna molestia. Me encargaré personalmente —aseguró Javier, entusiasmado y halagado por esa muestra de confianza de su vecino Miguel, la primera en muchos
meses de cordial relación vecinal.
Hacía un año que Miguel García se había mudado
a aquel ático con su mujer Ana, después de reformarlo enteramente, lo que le
valió las críticas de sus vecinos. “¡Qué se habrá creído!”, no tardó en lanzar en
una reunión de la comunidad, Angustias, la vecina del bajo, resumiendo así el
sentir general. Javier Abellán, contable de profesión, se encargaba de llevar
las cuentas de la comunidad ciñéndose a lo que se esperaba de él. Sin embargo,
con su habitual pragmatismo, pensó para sus adentros que aquello era un
derroche, teniendo en cuenta que los inquilinos anteriores sólo habitaron en él
un año y aquel ático era el mejor de todos. Tampoco Miguel accedió a enseñar
aquella joya, a pesar de las descaradas insinuaciones de Angustias. Aunque
Javier se moría de ganas de visitarlo, procuraba no mostrar el interés que le
suscitaba la deidad hindú que ocupaba el recibidor. Las veces que fue a llevarle
los recibos del pago de la comunidad a su vecino, quedó embriagado por el fino
olor a incienso que acarició sus fosas nasales y delante de la estatua, creyó
sentir el cálido abrazo de múltiples extremidades. Aquel exotismo había
disparado su imaginación y llegó a soñar en varias ocasiones que, detrás de
aquel tabique que no dejaba entrever el salón, se escondía un mundo de
sensaciones nuevas y hasta extravagantes. Había fantaseado con plantas
trepadoras, pájaros exóticos y bailarinas orientales, una de ellas tenía la
cara y el cuerpo de Ana, la mujer perfecta. Porque Ana era una belleza, la más
elegante y sensual que jamás había visto Javier y olía bien. No como la cajera
del súper que usaba una colonia que llegó a producirle dolor de cabeza, sino más bien como aquellas chicas
que trabajaban en los grandes almacenes en la sección de perfumes caros. Sin
embargo, Javier que estaba dotado de una gran memoria olfativa porque solía
pasar muchas tardes allí registrando cada fragancia, no conseguía asociar aquel
perfume tan característico con ninguna marca comercial.
—Nos
marchamos mañana temprano. Estaremos fuera una semana, toma las llaves y mi
teléfono por si ocurriera algo.
Javier
clavado delante de la puerta de entrada del ático, las tomó y contempló en la
palma de su mano un pequeño llavero con una figura en miniatura, la misma que
la estatua del recibidor y preguntó a su interlocutor:
—¿Cómo
se llama esta diosa?
—Lakshmi,
la diosa de la riqueza y de la belleza. ¿Te interesa el tantrismo?
—¿El
tan qué?
—Olvídalo.
Recuerda: riega cada dos días, es suficiente. La regadera está en la terraza
junto al grifo. Gracias de antemano.
Antes
de que Javier pudiera articular unas palabras de despedida, sintió cómo el
aire, que levantó la puerta al cerrarse, le abofeteó.
—¿Quién
era? —la voz de Ana se oyó clara desde el otro lado de la puerta y Javier aguzó
el oído, atraído por su musicalidad.
—El
imbécil del 2ºA. Ignorante… Ya me estoy arrepintiendo de hablarle confiado mis
plantas.
—Mis
plantas, mi casa… Estás un poco pesadito con tus cosas. Parece un buen hombre,
aunque un poco soso…
El
ruido del ascensor subiendo lo puso sobre aviso y enfiló rápidamente el pasillo
en dirección a la escalera. No podía creerlo, Ana pensaba que era un buen
hombre. Pero eso, ¿qué significaba? Tal vez que le daba lástima o que lo
apreciaba o porque no, que podría llegar a gustarle. Como todos los grandes
tímidos, Javier no era capaz de mostrar naturalidad ante una mujer que le
gustara, y Ana le gustaba mucho. En cuanto a Miguel, verían quién de los dos
era el más imbécil. Bajando las escaleras, Javier jugaba alegremente con las llaves en la palma de su mano.
—Buenas
tardes, Angustias —se aventuró a gritar al pasar por la puerta de su vecina del
bajo.
—Buenas
tardes —oyó como le respondían.
—Educada
sí que es… —ironizó al salir del edificio, hablándole a la pared.
Al
día siguiente, fue a trabajar. Se tomó sólo diez minutos de la media hora del
bocadillo y salió un poco antes del trabajo. Al entrar en el apartamento de los
García, Lakshmi pareció sonreírle. Respiró hondo, era un aire puro y dulzón.
Cruzó el recibidor. Miró a su alrededor, ni rastro de las trepadoras, ni de los
pájaros exóticos y menos de las bailarinas contorsionistas. Quedó un poco
decepcionado. Pero pronto, sus sentidos se vieron atrapados por la luz que se
filtraba por el gran ventanal. La diosa le estaba dando la bienvenida. A pesar
de la sofocante temperatura exterior, el piso se mantenía fresco. Se preguntó
si las plantas tenían algo que ver con la temperatura ambiente. Se paseó por el
salón pisando una alfombra de fibras naturales, tocando con su dedo índice el
sofá rinconera blanco roto que ocupaba el centro de la habitación. Encima de
una mesilla baja, un libro llamó su atención. Se imaginó a Ana, en camisón, con
el cabello húmedo, recostada sobre el respaldo del sillón, leyendo. Ojeó el
libro que se titulaba: La fuerza del cariño. No entendía nada de Literatura,
pero aquel título por lo menos era romántico. Y si fuera de Miguel. Imposible,
era un presuntuoso sin sensibilidad. Se dirigió a la terraza que resultó más
grande de lo que había podido sospechar desde el salón, llenó la regadera de
agua y regó abundantemente las macetas. La pequeña selva tropical empezó a
renacer. Se levantó una ligera brisa que mecía toda la vegetación. Mientras
hablaba con las plantas, Javier recordó la pequeña venganza que había planeado
el día anterior. Ya no sería capaz de dejar morir tanta belleza. La tarea le
había llevado más tiempo de lo que había creído en un principio e inspeccionó
la terraza en busca de alguna manguera que le facilitara el trabajo. La
encontró escondida en un pequeño trastero. Su estómago gruñó, sólo con
alimentar sus sentidos no era suficiente, así que se marchó. En la entrada, se
acercó a la estatua para verla de cerca. Aquella imagen de vivos colores
ejercía un extraño poder sobre él. Le acarició el rostro, luego la redondez de los
pechos. Tenía un tacto suave y hasta cálido. Se preguntó de qué material estaba
hecha. Acercó su nariz a la boca de la diosa que desprendió un fino perfume que
identificó inmediatamente. Olía a Ana. Embriagado, cerró los ojos ofreciendo
sus labios. También era acogedora la boca. Pareció sentir cómo le devolvía el
beso en señal de despedida. Pero, quizás fuera fruto de su desbordante
imaginación.
Por
la tarde, estuvo tentado mil veces de volver al piso como el que espera
encontrarse con una amante apasionada, pero resistió hasta el día siguiente a
las seis de la tarde. Buscando en Internet se topó con la leyenda de Lakshmi,
una bonita historia que venía a
confirmar que aquella casa estaba bendecida y Ana era la portadora de la buena
fortuna. Durante todo aquel día, con la imaginación, había recorrido cada una
de las habitaciones, abriendo los cajones, fisgando en las estanterías,
descubriendo los secretos de sus vecinos. En el cuarto del matrimonio, como un
perro de caza, había olisqueado el rastro de su adorada en la almohada, en las
sábanas, en la ropa de Ana y hasta en sus zapatillas. Había tocado, olido y
besado cada objeto que sospechaba pertenecía a su amada. Al llegar al ático, siguió
paso por paso lo que había planeado durante la tarde y las sensaciones que
obtuvo fueron más excitantes que su propia fantasía. En el vestidor, delante
del espejo que ocupaba toda la pared, se desnudó y se probó la ropa interior de
ella. Eligió unos zapatos de tacón de aguja y se los puso. Consiguió
enfundárselos a duras penas, aunque le quedaban un poco pequeños. La mirada
perversa, que lo observaba desde el otro lado del espejo, aumentó su ardor. Anduvo
contoneándose sin perder de vista a su recién descubierto voyeur y luego, escogió del ropero de Ana una falda amplia y una
camiseta de algodón, la ropa que llevaba el último día que se la encontró en el
súper. Completó su atuendo con una peluca rosa que le quitó a una cabeza de
maniquí. No lo lucía tan bien como ella, pero no estaba tan mal. Se volvió a
desnudar dejándose sólo las bragas y se tumbó boca arriba sobre la cama,
abrazado a la almohada. Pronto, se dejó vencer por el sueño con la imagen de
Ana sonriéndole desde la mesilla de noche. De madrugada, se despertó con las
bragas humedecidas. Se vistió y procuró dejar todo como se lo había encontrado.
Al
tercer día, estuvo tentado de llamar al trabajo alegando una falsa enfermedad,
pero se resistió a hacerlo. Se dio cuenta de que estaba perdiendo el control.
Aquello podría convertirse en obsesión;
él, que se creía dueño de su propia fantasía. Esperó hasta la tarde y nada más
llegar, emprendió su habitual tarea. El aire le trajo un olor a madreselva. Se
notó más alegre y rejuvenecido que de costumbre. En la habitación donde había
estado la noche anterior, abrió el armario de Miguel, se quitó la ropa y en su
lugar, se vistió con una camisa hawaiana, unas bermudas, perfectamente planchadas
y unas chanclas de verano. Se miró al espejo. ¡Estaba guapísimo! Se parecía a
los extranjeros que frecuentaban los bares del centro de la ciudad. Volvió al
salón. En el mini bar, encontró una botella de whisky sin abrir. Se tomó dos tragos directamente del envase,
mientras se dirigía a la cocina por un vaso con hielo. Desde luego, el sibarita
de Miguel tenía gustos caros ¡Qué pena que no tuviera televisión! Estaban
retransmitiendo un partido de fútbol por un canal privado que no había contratado.
Fue dando pequeños sorbos a su bebida mientras se dirigía al dormitorio para
probarse más ropa. Esta vez, optó por una camisa azul, un traje oscuro con
corbata burdeos y unos mocasines negros. Después de varios intentos, no
consiguió hacerse correctamente el nudo de la corbata. Volvió a la cocina en
busca de más hielo y abrió una botella de ron.
—Ron,
ron, la botella de ron —cantaba a viva voz.
Finalmente
después de tantas idas y venidas, se encontró frente al espejo. Se acercó a su
propia imagen intentando emular una sonrisa seductora, luego se alejó
frunciendo ceño. Soltó una sonora carcajada y dijo tambaleándose:
—¿Y
ahora quién es el imbécil?
Seleccionó
otro modelito, empinando la botella una y otra vez.
Al
cuarto día, se despertó tirado en el suelo del vestidor, desnudo, con la
corbata anudada al cuello a modo de bufanda y apoyada la cabeza sobre un
revoltijo de ropas. El traje y la corbata tenían unas manchas oscuras ya
resecas. Javier se acercó a olerlas. No había duda: un olor agrio le indicaba
que había vomitado sobre las prendas. Se sostuvo la cabeza con las dos manos y
miró desconsoladamente a su alrededor. Eran las nueve y llegaba tarde a
trabajar, pero no podía usar el teléfono de sus vecinos, así que se vistió
rápidamente. Al salir, evitó mirar a Lakshmi. No soportaba ser visto en un
estado tan lamentable. Una vez en su casa, llamó al trabajo disculpando su
ausencia. Tenía la tez mate y una resaca que lo tuvo toda la mañana en la cama.
Por la tarde, llegó al apartamento, cabizbajo. Desde el instituto, no recordaba
una borrachera tan descomunal. Todo le parecía tan extraño. Intentó arreglar
como pudo el desaguisado, pero aquello le iba a costar unos buenos cuartos.
Llevó toda la ropa a la tintorería y compró una botella de whisky y otra de ron. Volvió al piso, limpió concienzudamente cada
huella, cada rastro de su paso que pudiera inculparlo, como si se hubiera
cometido un horrible crimen en aquella casa. Al abrir un cajón de la mesilla de
noche, vio un paquete de tabaco sin abrir. Tuvo la tentación de metérselo en el
bolsillo. Definitivamente, aquella casa había sacado lo peor, pero también lo
mejor de él.
Al
quinto día, Javier decidió no acudir al apartamento. Volvió a su rutina diaria
queriendo olvidar todos sus desmanes, pero se sintió triste. Y si sus
propietarios no volvieran nunca. Aquella idea llegó a animarlo, pero entonces
no volvería a ver a Ana. ¿Y a quién le importaba Ana? La Ana que él quería
existía sólo en su imaginación.
El
sexto día era sábado. Se había levantado temprano para dar un paseo matinal
hasta el parque. Se tomó el tiempo de comprar el periódico y sentarse en un
banco a leer la sección de deportes. Pronto, el olor a césped recién regado se
mezcló con la algarabía que emitían un grupo de pájaros. Levantó la cabeza con
las gafas de leer sobre la punta de la nariz y sintió cómo una ligera brisa le
acariciaba el rostro destensado. Abrió los ojos lo más grande que pudo. Dos
gorriones saltarines picoteaban alegremente unas migajas de pan y se sintió
feliz. A media mañana, de vuelta de su paseo, recogió la ropa de la tintorería
y acarició con la punta de los dedos en el bolsillo del pantalón el pequeño
llavero de la diosa hindú. Al día siguiente los García llegarían temprano por
la mañana y quería disfrutar del último día que le quedaba. Estaba convencido
que Lakshmi lo estaba esperando. En el recibidor del apartamento, se paró delante
de ella, tomó una de sus cuatro manos, aquella que sostenía una flor de loto
y, recordando una frase que había leído,
la repitió en voz alta deseando que algo sucediera: “Solamente tenemos que
estar atentos para ver que nuestra vida está llena de milagros”. Pero, el
milagro no llegó. Javier estuvo durante dos horas despidiéndose de cada uno de
los objetos de aquel lugar sagrado, recordando cada emoción que había experimentado
durante los últimos días. Ya no sentía alegría ni tristeza, ni siquiera al
contemplar por última vez el rostro agradecido de la diosa. Cerró la puerta
guardando esa última imagen en la recamara de su consciencia. Al entrar en su
casa, una brisa fresca le trajo un olor inconfundible. Era el perfume de Lakshmi.