CITAS

Hay días que amanecen sólo para que uno pueda seguir soñando. Días en los que uno siente que el lance merece la pena, que el latido sigue ahí y que ni puedes ni quieres prescindir de él, que es posible derrotar miedos y vencer temores. Días en los que la magia de una sonrisa acude para salvar tu alma. Días en los que un gesto cómplice o una mirada en eterna sorpresa son capaces de ordenar el desorden de tu mundo puesto del revés. Días en los no cabe más la ternura. Días en los que el tiempo se detiene y el resto del universo carece de toda importancia.

Hay días en los que uno se alegra de estar vivo. O de que exista alguien que le haga sentirse así. Vivo. (Pedro de Paz)






miércoles, 3 de octubre de 2012

ME VOY AL AMOR





Esta mañana, he intentado evocar el rostro de mis hijos y me ha llevado tiempo. Y conforme vayan pasando los años, más tiempo me llevará. Es triste, pero cierto. Al cabo de los años, he llegado a convencerme de que no es suficiente desear algo para que ocurra. Mis añorados, Dreirdre y Patrick, no volverán a la vida por más que yo lo desee.
Hace dos años que me instalé en Niza donde el clima benigno favorece mi ánimo y mis ganas de vivir. Habito en una casa enorme con mi secretario y mi ama de llaves. Mi amiga, Maria Desti, dice que todavía tengo una piel fresca y un talle envidiable pero, a mis cuarenta y nueve años, el reflejo que me devuelve el espejo cada mañana no me dice lo mismo. En mis frecuentes paseos en descapotable, me he cruzado con un joven muy guapo que conduce un Almicar francés. Lo he apodado irónicamente Bugatti. Archer me lo ha presentado, es italiano. Estuve bailando en sus brazos durante toda la noche. Las primeras notas de l’amour est un oiseau rebelle de Bizet todavía suenan en mi cabeza. Mañana volveré a verlo.

Mi vida ha estado condicionada por Afrodita, la diosa griega del amor. Desde niña, pensaba que había emergido de las profundidades del mar para dirigir toda mi existencia. En el seno materno probé las delicias de las ostras y del champán helado, manjar de dioses, el único sustento que el cuerpo de mi madre era capaz de asimilar. Podría parecer una paradoja, puesto que mi padre nos abandonó siendo yo muy pequeña, dejándonos en una situación económica precaria. Poco después, lo apresaron culpado del robo a un banco. Durante siete años, debido a los comentarios que oía en mi entorno, me lo imaginé con cuernos y rabo. Al conocerlo, se disiparon todos mis temores sobre mi origen diabólico y comprobé que era un hombre apuesto que vestía con sombrero y levita. Mi madre nos sacó adelante valerosamente, dando lecciones de piano e inculcándonos el amor por la música de Schubert, Mozart y Schumann. Mi primer recuerdo es un incendio. Con dos o tres años me lanzaron a los brazos de un policía irlandés desde una ventana. En medio de las escenas de pánico, abracé amorosamente a aquel hombretón y me sentí segura. Todavía oigo la voz desgarrada de mi madre llamándome: Isadora, Isadora.
Nací a orillas del mar, en la ciudad de San Francisco. Desde mi más tierna infancia, he sentido fascinación por las olas. Me sentaba en la playa, con las manos unidas en mi regazo, horas enteras de observación contemplativa, para luego reproducir los movimientos con mi cuerpo. Cada elemento de la naturaleza, como las ondulaciones de un camino o el movimiento de las copas de los árboles mecidas por el viento, era una fuente inagotable de inspiración. Esto fue el inicio de mi arte, la expresión divina del espíritu humano por medio de una danza natural, sin artificios.
 Mi madre era deliciosamente descuidada. Trabajaba todo el día fuera de casa y nos dejó, a mis tres hermanos y a mí, vivir una infancia llena de espontaneidad y creatividad. Podíamos seguir libremente nuestros impulsos vagando por el muelle, la playa o la ciudad. Esa vida salvaje y sin obstáculos fue la inspiración de la danza que he creado y no es más que la expresión de la libertad. Mi madre fue educada en el seno de una familia católica irlandesa. Vapuleada por una sociedad que veía con malos ojos a una mujer divorciada con hijos a su cargo, perdió la fe en la religión católica y abrazó el ateísmo. Un día por Pascuas, a la edad de cinco años, volví enfurecida de la escuela pública.
—Isadora, cariño, cuéntame qué te ocurre.
Sus delicados dedos de pianista alisaron mis cabellos para animarme a hablar. Se agachó para ponerse a mi altura y me escuchó atentamente.
—La maestra empezó a repartir pasteles y bombones que habían traído los Reyes Magos. Le dije que los Reyes Magos no existen para los pobres y me obligó a sentarme en el suelo. Le he dicho delante de toda la clase que no creo en mentiras y que únicamente las madres ricas pueden hacer regalos a sus hijos.
 Mientras acariciaba mis mejillas con la palma de sus manos, me miró fijamente a los ojos y dijo:
 —Isadora, no hay Reyes Magos; no hay Dios; no hay nada más que tu propio espíritu que pueda ayudarte.
Aquella noche, mis hermanos y yo nos sentamos a sus pies y nos leyó un pasaje de la obra de un político agnóstico: Bob Ingersoll.
—Las manos que ayudan son más nobles que los labios que rezan.
Concluyó, mientras cerraba el libro, convencida de que en su situación, el sentimentalismo carecía de sentido.
Mi verdadera educación se realizaba por las noches cuando mi madre nos tocaba piezas de Beethoven, Schumann, Schubert, Mozart o Chopin y nos leía con voz clara o aterciopelada, fragmentos de las obras de Shakespeare, Shelley, Keats o Burns. En mi afán por imitarla, recitaba con verdadera afectación:
¡Me estoy muriendo, Egipto, muriendo!
Velozmente decrece la roja corriente vital.
Eran horas encantadas donde la magia se apoderaba de nuestra casa y jugábamos a interpretar los más variopintos sentimientos humanos. También aprendí a desenvolverme en un mundo despiadado, desde muy temprana edad. Yo era la más audaz de toda mi familia. Cuando no teníamos nada que comer, era a mí a quien enviaban a la carnicería o a la panadería para renovar el crédito. Valiéndome de argucias y promesas, conseguía traer algunas chuletas de cordero para la cena. Consiguiendo engañar a los despiadados carniceros, logré manejar, años más tarde, a los despiadados empresarios.
A los diez años recogí mis cabellos en un moño alto, proclamé a todo el que venía a mi casa para recibir lecciones de baile que tenía dieciséis, y se lo creyeron. Dejé
la escuela pública y pronto, las familias adineradas de San Francisco me solicitaban para enseñar mi arte a sus hijos. Siendo todavía muy joven, viajé con mi familia por todo el mundo para formarme en las arte clásicas. Trabajamos todos muy duro para poder costearnos los pasajes. A pesar de alojarnos en habitaciones inmundas, tengo maravillosos recuerdos de las horas pasadas en el Louvre, en el Museo Rodin de París y en el National Gallery de Londres, estudiando minuciosamente cada detalle de las estatuas y pinturas griegas. A Raimundo, mi hermano, le apasionaba dibujar los vasos griegos de las galerías del Louvre.
—¡Mira! ahí está Dionisios—exclamaba, mientras yo esbozaba unos pasos de baile frente a él —espera un momento, tengo que dibujarlo.
—Ven aquí; mira a Medea matando a sus hijos— le decía horrorizada, llamando ansiosamente su atención.
 Danzaba en los salones de la aristocracia descalza, con el pelo suelto, sin maquillaje, vestida con túnica blanca y transparente, una presencia etérea, lejos de las estrictas reglas del ballet. Un día encarnaba a la rubia Segelinda reposando en los brazos de su hermano Sigmundo, al día siguiente era Brunilda llorando a su perdida deidad y luego, Kundry lanzando sus salvajes improperios bajo la fascinación de Klingsor. Fueron años donde los hombres más inteligentes y cultos de Europa me admiraban solicitando mi compañía. Al entrar en escena, todos exclamaban: “Isadora, nuestra ninfa griega, eres cautivadora”.
Me enamoré de muchos hombres pero el matrimonio no figuraba entre mis aspiraciones. Tuve dos hijos de dos hombres distintos, lo que me valió el desprecio de muchos y la alabanza de algunos. Dreirdre fue el fruto de una relación loca e inconsciente con el escenógrafo inglés Gordon Graig, calificado por mi madre como “el vil seductor”. Ahora desde la distancia de los años, me doy cuenta que sólo estábamos unidos por una pasión descontrolada y unos proyectos profesionales sólo centrados en su obra.
—¿Por qué no dejas eso? —cuestionaba, refiriéndose a mi arte— ¿Por qué quieres ir al teatro y agitar los brazos?¿Por qué no te quedas en casa afilándome los lápices?
—Mi querido Gordon —le contestaba irónicamente—, ¿por qué no me acompañas en mi próxima gira, necesito quién se ocupe de mi guardarropa.
De Paris Singer, hijo del magnate de las máquinas de coser, tuve mi segundo hijo Patrick. Al principio de nuestra unión, aparecía con regalos.
—Querida, ¡mira qué magnífica joya engarzada con diamantes!
—Es preciosa, cierto, pero con el valor de esta gargantilla, podríamos sufragar los gastos de mi escuela de baile durante algunos meses. ¿No te importa que la devuelva?
—No, no me importa, eres tan bella que no necesitas adornos.
Me separé de Paris huyendo de lo que consideraba un cautiverio y dispuesta a recobrar mi libertad, sin sospechar que la desgracia rondaba nuestras cabezas como si de un maleficio se tratara. Pronto, me ofrecieron protagonizar un espectáculo en París que tuvo mucho éxito. Agobiada por un exceso de trabajo, le pedí a la institutriz que  llevara a mis hijos de excusión a Versalles. Subieron al coche; al despedirme besé el cristal que nos separaba y sentí en los labios una sensación glacial que me estremeció. Observé cómo se alejaban; una profunda zozobra inundó mi corazón. Jamás volví a verlos vivos. Al tomar la curva, el coche se despeñó por un puente, tragándoselo el Sena. Quise morir pero, en aquel momento, no tuve el valor suficiente para hacerlo. Durante días, estuve tentada al ver los somníferos sobre el tocador. En una ocasión, volqué el pequeño frasco en la palma de mi mano, conté veinte píldoras y me dispuse a llevármelas a la boca. Una voz interior me lo impidió:
—No lo hagas, Isadora, amas demasiado la vida.
Y es cierto. Amo demasiado la vida.
Me alejé de los escenarios durante un tiempo; volqué toda mi energía y cariño en los niños de mi escuela de baile. Atraída por la Revolución Rusa, decidí trasladarme a aquel país. Coseché muchos éxitos entre los revolucionarios que me veneraban como a una de sus camaradas. Con el dinero que recaudaba de mis actuaciones, pude acoger en mi escuela numerosos niños que huían de la miseria, de la guerra y de la infelicidad. Recuerdo cuando me trajeron una niña pequeña envuelta en un manto oscuro. La tomé en mis brazos y fui incapaz de decir que no podría aprender a bailar. El hombre que la trajo no esperó mi respuesta. Se dio la vuelta y se marchó. Jamás volví a verlo. El gobierno había prometido apoyar mi proyecto, pero pronto me encontré sola ante los problemas económicos. Entonces, empecé a beber para olvidar las miserias de aquel ambiente espartano. Conocí a Serghei Esenin, un joven poeta ruso, en una fiesta donde el alcohol enturbiaba las mentes y exaltaba los ánimos. Me gustaba su temperamento apasionado, el patriotismo exacerbado de sus versos y su descontrolada manera de amarme. Fue el único hombre capaz de acabar con todas mis reservas sobre el matrimonio y accedí poco después a casarme con él. Necesitaba volver a encontrarme con mi público y lo convencí para regresar a Estados Unidos. La acogida fue masiva en el puerto, aunque se levantaron algunas voces contra los bolcheviques. En la rueda de prensa que convoqué, Serghei espantó a los periodistas disparando balas de fogueo contra ellos. Yo había bebido demasiado aquel día y me divertí mucho al ver cómo salían espantados del hotel. Aquel fue el principio de mi declive profesional. Durante  mi vida con frecuencia el amor enturbió al arte y el arte, al amor.
Me divorcié de Serghei cuando descubrí que el hombre del que me enamoré se había convertido en una patética caricatura de sí mismo. Volví a Europa para intentar reconducir mi carrera. Los admiradores que, en otro tiempo, llenaban los teatros me habían abandonado y sin contratos mi vida se precipitaba irremediablemente hacia el abismo. Seguí luchando, pero los empresarios no confiaban en mí y pronto fui relegada al anonimato más absoluto. Un año después, supe por los periódicos que los problemas mentales de Serghei lo habían llevado al suicidio. Aquella noticia me conmocionó. Se confirmaban, de este modo tan brutal, mis sospechas de que existía un extraño sortilegio que castigaba injustamente a todas las personas que había amado. Me culpé por ello, y prometí no volver a amar en lo que me quedara de vida.

Anoche volví a soñar con mis hijos. Allí, en las turbias agua del río Sena, sus cuerpos inertes aguardaban, sepultados en un ataúd con ruedas. Un enorme banco de peces custodiaba los cadáveres, rondándolos, alejándose, volviendo a acercarse, una y otra vez, hasta impulsarlos fuera del vehículo donde habían quedado atrapados. Los cuerpos quedaron a merced de la corriente. Los ojos de mi pequeña Dreirdre, tan diáfanos en otros tiempos, habían tomado el color de las veladas aguas. La sonrisa angelical de Patrick se había transformado en una fea mueca.  Hay un silencio donde no puede haber sonido: en la fría tumba, donde ni las risas ni los llantos tienen cabida, donde el horror ya no existe, donde el tiempo se detiene. Una visión, que en otro momento me habría parecido terrorífica, ahora resultaba tranquilizadora. Sus cuerpos, librados de su trampa mortal, vagarían para siempre en libertad. Ya no existe agonía, durante demasiado tiempo anidó en mí, aniquilando mi estado de felicidad natural. Tengo la certeza de que el amor y el arte han sido el eje de toda mi vida.

OBITUARIO DEL NEW YORK TIMES


La célebre bailarina Isadora Duncan ha muerto, el miércoles 14 de septiembre de 1927, en trágicas circunstancias. El Bugatti de la señora Duncan recorría a toda velocidad la Promenade des Anglais en Niza, cuando la estola de seda que rodeaba su cuello, la misma que había agitado ante la multitud a su regreso a Estados Unidos, se enredó en unas de las ruedas posteriores del vehículo. La ninfa, como todos la llamaban, salió despedida por un costado del vehículo y se precipitó sobre la calzada de adoquines. Fue arrastrada durante unos metros con una fuerza terrible, hasta que el conductor, alertado por los gritos, consiguió detener el coche. Los servicios médicos atendieron a la víctima, pero sólo pudieron constatar el fallecimiento por estrangulamiento, de forma casi instantánea. Murió a los cuarenta y nueve años, sin poder evitar el abrazo homicida. Según el testimonio de sus amigos, sus últimas palabras fueron: “Me voy al amor”. Digno final de una existencia romántica pero extravagante. 


jueves, 13 de septiembre de 2012

EL PERFUME DE LAKSHMI





—¿Cuidarás de mi apartamento en mi ausencia? Espero no causarte ninguna molestia, sólo se trata de regar las plantas.

—No es ninguna molestia. Me encargaré personalmente —aseguró Javier, entusiasmado y halagado por esa muestra de confianza de su vecino Miguel, la primera en muchos meses de cordial relación vecinal.

 Hacía un año que Miguel García se había mudado a aquel ático con su mujer Ana, después de reformarlo enteramente, lo que le valió las críticas de sus vecinos. “¡Qué se habrá creído!”, no tardó en lanzar en una reunión de la comunidad, Angustias, la vecina del bajo, resumiendo así el sentir general. Javier Abellán, contable de profesión, se encargaba de llevar las cuentas de la comunidad ciñéndose a lo que se esperaba de él. Sin embargo, con su habitual pragmatismo, pensó para sus adentros que aquello era un derroche, teniendo en cuenta que los inquilinos anteriores sólo habitaron en él un año y aquel ático era el mejor de todos. Tampoco Miguel accedió a enseñar aquella joya, a pesar de las descaradas insinuaciones de Angustias. Aunque Javier se moría de ganas de visitarlo, procuraba no mostrar el interés que le suscitaba la deidad hindú que ocupaba el recibidor. Las veces que fue a llevarle los recibos del pago de la comunidad a su vecino, quedó embriagado por el fino olor a incienso que acarició sus fosas nasales y delante de la estatua, creyó sentir el cálido abrazo de múltiples extremidades. Aquel exotismo había disparado su imaginación y llegó a soñar en varias ocasiones que, detrás de aquel tabique que no dejaba entrever el salón, se escondía un mundo de sensaciones nuevas y hasta extravagantes. Había fantaseado con plantas trepadoras, pájaros exóticos y bailarinas orientales, una de ellas tenía la cara y el cuerpo de Ana, la mujer perfecta. Porque Ana era una belleza, la más elegante y sensual que jamás había visto Javier y olía bien. No como la cajera del súper que usaba una colonia que llegó a producirle dolor de cabeza, sino más bien como aquellas chicas que trabajaban en los grandes almacenes en la sección de perfumes caros. Sin embargo, Javier que estaba dotado de una gran memoria olfativa porque solía pasar muchas tardes allí registrando cada fragancia, no conseguía asociar aquel perfume tan característico con ninguna marca comercial.

—Nos marchamos mañana temprano. Estaremos fuera una semana, toma las llaves y mi teléfono por si ocurriera algo.

Javier clavado delante de la puerta de entrada del ático, las tomó y contempló en la palma de su mano un pequeño llavero con una figura en miniatura, la misma que la estatua del recibidor y preguntó a su interlocutor:

—¿Cómo se llama esta diosa?

—Lakshmi, la diosa de la riqueza y de la belleza. ¿Te interesa el tantrismo?

—¿El tan qué?

—Olvídalo. Recuerda: riega cada dos días, es suficiente. La regadera está en la terraza junto al grifo. Gracias de antemano.

Antes de que Javier pudiera articular unas palabras de despedida, sintió cómo el aire, que levantó la puerta al cerrarse, le abofeteó.

—¿Quién era? —la voz de Ana se oyó clara desde el otro lado de la puerta y Javier aguzó el oído, atraído por su musicalidad.

—El imbécil del 2ºA. Ignorante… Ya me estoy arrepintiendo de hablarle confiado mis plantas.

—Mis plantas, mi casa… Estás un poco pesadito con tus cosas. Parece un buen hombre, aunque un poco soso…

El ruido del ascensor subiendo lo puso sobre aviso y enfiló rápidamente el pasillo en dirección a la escalera. No podía creerlo, Ana pensaba que era un buen hombre. Pero eso, ¿qué significaba? Tal vez que le daba lástima o que lo apreciaba o porque no, que podría llegar a gustarle. Como todos los grandes tímidos, Javier no era capaz de mostrar naturalidad ante una mujer que le gustara, y Ana le gustaba mucho. En cuanto a Miguel, verían quién de los dos era el más imbécil. Bajando las escaleras, Javier jugaba alegremente con  las llaves en la palma de su mano.

—Buenas tardes, Angustias —se aventuró a gritar al pasar por la puerta de su vecina del bajo.

—Buenas tardes —oyó como le respondían.

—Educada sí que es… —ironizó al salir del edificio, hablándole a la pared.

          Al día siguiente, fue a trabajar. Se tomó sólo diez minutos de la media hora del bocadillo y salió un poco antes del trabajo. Al entrar en el apartamento de los García, Lakshmi pareció sonreírle. Respiró hondo, era un aire puro y dulzón. Cruzó el recibidor. Miró a su alrededor, ni rastro de las trepadoras, ni de los pájaros exóticos y menos de las bailarinas contorsionistas. Quedó un poco decepcionado. Pero pronto, sus sentidos se vieron atrapados por la luz que se filtraba por el gran ventanal. La diosa le estaba dando la bienvenida. A pesar de la sofocante temperatura exterior, el piso se mantenía fresco. Se preguntó si las plantas tenían algo que ver con la temperatura ambiente. Se paseó por el salón pisando una alfombra de fibras naturales, tocando con su dedo índice el sofá rinconera blanco roto que ocupaba el centro de la habitación. Encima de una mesilla baja, un libro llamó su atención. Se imaginó a Ana, en camisón, con el cabello húmedo, recostada sobre el respaldo del sillón, leyendo. Ojeó el libro que se titulaba: La fuerza del cariño. No entendía nada de Literatura, pero aquel título por lo menos era romántico. Y si fuera de Miguel. Imposible, era un presuntuoso sin sensibilidad. Se dirigió a la terraza que resultó más grande de lo que había podido sospechar desde el salón, llenó la regadera de agua y regó abundantemente las macetas. La pequeña selva tropical empezó a renacer. Se levantó una ligera brisa que mecía toda la vegetación. Mientras hablaba con las plantas, Javier recordó la pequeña venganza que había planeado el día anterior. Ya no sería capaz de dejar morir tanta belleza. La tarea le había llevado más tiempo de lo que había creído en un principio e inspeccionó la terraza en busca de alguna manguera que le facilitara el trabajo. La encontró escondida en un pequeño trastero. Su estómago gruñó, sólo con alimentar sus sentidos no era suficiente, así que se marchó. En la entrada, se acercó a la estatua para verla de cerca. Aquella imagen de vivos colores ejercía un extraño poder sobre él. Le acarició el rostro, luego la redondez de los pechos. Tenía un tacto suave y hasta cálido. Se preguntó de qué material estaba hecha. Acercó su nariz a la boca de la diosa que desprendió un fino perfume que identificó inmediatamente. Olía a Ana. Embriagado, cerró los ojos ofreciendo sus labios. También era acogedora la boca. Pareció sentir cómo le devolvía el beso en señal de despedida. Pero, quizás fuera fruto de su desbordante imaginación.


Por la tarde, estuvo tentado mil veces de volver al piso como el que espera encontrarse con una amante apasionada, pero resistió hasta el día siguiente a las seis de la tarde. Buscando en Internet se topó con la leyenda de Lakshmi, una bonita historia  que venía a confirmar que aquella casa estaba bendecida y Ana era la portadora de la buena fortuna. Durante todo aquel día, con la imaginación, había recorrido cada una de las habitaciones, abriendo los cajones, fisgando en las estanterías, descubriendo los secretos de sus vecinos. En el cuarto del matrimonio, como un perro de caza, había olisqueado el rastro de su adorada en la almohada, en las sábanas, en la ropa de Ana y hasta en sus zapatillas. Había tocado, olido y besado cada objeto que sospechaba pertenecía a su amada. Al llegar al ático, siguió paso por paso lo que había planeado durante la tarde y las sensaciones que obtuvo fueron más excitantes que su propia fantasía. En el vestidor, delante del espejo que ocupaba toda la pared, se desnudó y se probó la ropa interior de ella. Eligió unos zapatos de tacón de aguja y se los puso. Consiguió enfundárselos a duras penas, aunque le quedaban un poco pequeños. La mirada perversa, que lo observaba desde el otro lado del espejo, aumentó su ardor. Anduvo contoneándose sin perder de vista a su recién descubierto voyeur y luego, escogió del ropero de Ana una falda amplia y una camiseta de algodón, la ropa que llevaba el último día que se la encontró en el súper. Completó su atuendo con una peluca rosa que le quitó a una cabeza de maniquí. No lo lucía tan bien como ella, pero no estaba tan mal. Se volvió a desnudar dejándose sólo las bragas y se tumbó boca arriba sobre la cama, abrazado a la almohada. Pronto, se dejó vencer por el sueño con la imagen de Ana sonriéndole desde la mesilla de noche. De madrugada, se despertó con las bragas humedecidas. Se vistió y procuró dejar todo como se lo había encontrado.


Al tercer día, estuvo tentado de llamar al trabajo alegando una falsa enfermedad, pero se resistió a hacerlo. Se dio cuenta de que estaba perdiendo el control. Aquello podría  convertirse en obsesión; él, que se creía dueño de su propia fantasía. Esperó hasta la tarde y nada más llegar, emprendió su habitual tarea. El aire le trajo un olor a madreselva. Se notó más alegre y rejuvenecido que de costumbre. En la habitación donde había estado la noche anterior, abrió el armario de Miguel, se quitó la ropa y en su lugar, se vistió con una camisa hawaiana, unas bermudas, perfectamente planchadas y unas chanclas de verano. Se miró al espejo. ¡Estaba guapísimo! Se parecía a los extranjeros que frecuentaban los bares del centro de la ciudad. Volvió al salón. En el mini bar, encontró una botella de whisky sin abrir. Se tomó dos tragos directamente del envase, mientras se dirigía a la cocina por un vaso con hielo. Desde luego, el sibarita de Miguel tenía gustos caros ¡Qué pena que no tuviera televisión! Estaban retransmitiendo un partido de fútbol por un canal privado que no había contratado. Fue dando pequeños sorbos a su bebida mientras se dirigía al dormitorio para probarse más ropa. Esta vez, optó por una camisa azul, un traje oscuro con corbata burdeos y unos mocasines negros. Después de varios intentos, no consiguió hacerse correctamente el nudo de la corbata. Volvió a la cocina en busca de más hielo y abrió una botella de ron.

—Ron, ron, la botella de ron —cantaba a viva voz.

Finalmente después de tantas idas y venidas, se encontró frente al espejo. Se acercó a su propia imagen intentando emular una sonrisa seductora, luego se alejó frunciendo ceño. Soltó una sonora carcajada y dijo tambaleándose:

—¿Y ahora quién es el imbécil?

Seleccionó otro modelito, empinando la botella una y otra vez.


Al cuarto día, se despertó tirado en el suelo del vestidor, desnudo, con la corbata anudada al cuello a modo de bufanda y apoyada la cabeza sobre un revoltijo de ropas. El traje y la corbata tenían unas manchas oscuras ya resecas. Javier se acercó a olerlas. No había duda: un olor agrio le indicaba que había vomitado sobre las prendas. Se sostuvo la cabeza con las dos manos y miró desconsoladamente a su alrededor. Eran las nueve y llegaba tarde a trabajar, pero no podía usar el teléfono de sus vecinos, así que se vistió rápidamente. Al salir, evitó mirar a Lakshmi. No soportaba ser visto en un estado tan lamentable. Una vez en su casa, llamó al trabajo disculpando su ausencia. Tenía la tez mate y una resaca que lo tuvo toda la mañana en la cama. Por la tarde, llegó al apartamento, cabizbajo. Desde el instituto, no recordaba una borrachera tan descomunal. Todo le parecía tan extraño. Intentó arreglar como pudo el desaguisado, pero aquello le iba a costar unos buenos cuartos. Llevó toda la ropa a la tintorería y compró una botella de whisky y otra de ron. Volvió al piso, limpió concienzudamente cada huella, cada rastro de su paso que pudiera inculparlo, como si se hubiera cometido un horrible crimen en aquella casa. Al abrir un cajón de la mesilla de noche, vio un paquete de tabaco sin abrir. Tuvo la tentación de metérselo en el bolsillo. Definitivamente, aquella casa había sacado lo peor, pero también lo mejor de él.


Al quinto día, Javier decidió no acudir al apartamento. Volvió a su rutina diaria queriendo olvidar todos sus desmanes, pero se sintió triste. Y si sus propietarios no volvieran nunca. Aquella idea llegó a animarlo, pero entonces no volvería a ver a Ana. ¿Y a quién le importaba Ana? La Ana que él quería existía sólo en su imaginación.


El sexto día era sábado. Se había levantado temprano para dar un paseo matinal hasta el parque. Se tomó el tiempo de comprar el periódico y sentarse en un banco a leer la sección de deportes. Pronto, el olor a césped recién regado se mezcló con la algarabía que emitían un grupo de pájaros. Levantó la cabeza con las gafas de leer sobre la punta de la nariz y sintió cómo una ligera brisa le acariciaba el rostro destensado. Abrió los ojos lo más grande que pudo. Dos gorriones saltarines picoteaban alegremente unas migajas de pan y se sintió feliz. A media mañana, de vuelta de su paseo, recogió la ropa de la tintorería y acarició con la punta de los dedos en el bolsillo del pantalón el pequeño llavero de la diosa hindú. Al día siguiente los García llegarían temprano por la mañana y quería disfrutar del último día que le quedaba. Estaba convencido que Lakshmi lo estaba esperando. En el recibidor del apartamento, se paró delante de ella, tomó una de sus cuatro manos, aquella que sostenía una flor de loto y,  recordando una frase que había leído, la repitió en voz alta deseando que algo sucediera: “Solamente tenemos que estar atentos para ver que nuestra vida está llena de milagros”. Pero, el milagro no llegó. Javier estuvo durante dos horas despidiéndose de cada uno de los objetos de aquel lugar sagrado, recordando cada emoción que había experimentado durante los últimos días. Ya no sentía alegría ni tristeza, ni siquiera al contemplar por última vez el rostro agradecido de la diosa. Cerró la puerta guardando esa última imagen en la recamara de su consciencia. Al entrar en su casa, una brisa fresca le trajo un olor inconfundible. Era el perfume de Lakshmi.

  





lunes, 27 de agosto de 2012

EL HOTEL MALDITO






En los años cuarenta, siendo todavía un joven universitario de Física, me alojé en el hotel Stanley de Colorado, antes de que este establecimiento se convirtiera en el más inquietante de Estados Unidos, con espíritus incluidos en la tarifa. El hotel Stanley es un edificio de estilo georgiano construido en 1909, que sirvió de inspiración a Stephen King para escribir su obra más terrorífica: ‹‹El resplandor››. Por aquél entonces, los fenómenos paranormales de esta antigua construcción no eran de dominio público. Sólo recordarlos, me producen, todavía hoy, un extraño y repentino escalofrío. Por lo tanto, mi intención al elegir este hotel ubicado en las Montañas Rocosas, no era precisamente vivir experiencias extrasensoriales ni desafiar las leyes de la naturaleza. ¡Válgame Dios! Lo que me llevó allí fue algo más banal, simplemente la atracción que sentía por las fotografías del Gran Cañón del Colorado de la enciclopedia de mi padre, que tuvieron el poder de hechizarme durante toda mi infancia.

En mis años de juventud, presumía de una mente cartesiana propensa al racionalismo. Era un fanático de la prueba rigurosa, lo que defendía con profundo apasionamiento. Sin embargo, los hechos que acaecieron en aquellos días inquietantes consiguieron que todas mis estructuras mentales se tambalearan,  trastornándome de tal modo, que a raíz de los acontecimientos que voy a relatar, comencé a aceptar la Parapsicología como una ciencia a la altura de las que estudian  el universo observable.

Llegué a Denver el 15 de diciembre de 1940. Estaba nevando. Un gélido viento soplaba con furor, queriendo derribar los magníficos edificios que poblaban la ciudad. En el autobús que me llevaría al hotel, cautivado por el paisaje nevado, pegué la nariz al cristal de la ventanilla,  impregnándome de la belleza y del misterio circundantes. Crucé un territorio montañoso muy accidentado, con bosques de coníferas y álamos cubiertos por un manto inmaculado. Más allá del pueblo de Estes Park, en una zona sin apenas vegetación, apareció Stanley, el hotel maldito. Era una majestuosa edificación pintada de blanco, cuyas tejas rojas quedaron cubiertas por la intensa nevada, mimetizándose así con el paisaje. ¡Nada hacía presagiar que allí pasaría la noche más escalofriante de mi vida! El hotel en sí no me gustó. Lo consideraba demasiado lujoso para el hijo de un terrateniente como yo, acostumbrado a la vida de campo. Mi padre fue el que se empeñó en regalarme esta estancia por finalizar mis estudios con resultados sobresalientes. A pesar de las numerosas chimeneas encendidas, sentí al entrar un aire glacial que me estremeció. Las numerosas lámparas de arañas colgadas del techo de los salones que iba atravesando tintineaban a mi paso, produciéndome una inquietud que se vio reforzada por la luz artificial que deslumbraba al recién llegado. Todo era tan impersonal. La magnificencia de aquellos salones relucientes creaba un ambiente poco acogedor que, desde un principio, me transmitió malas vibraciones. Después de tomar una sopa caliente en el restaurante prácticamente vacío, decidí subir a mi habitación, la 418, para descansar después de un día agotador. Una vez en el ascensor, tuve un mal presagio: me llamaba poderosamente la atención que el personal del hotel estuviera envuelto en una actividad frenética, aunque apenas se viera movimiento de clientes. ¿Tal vez, esperen alguna convención? Al llegar a la cuarta planta, enfilé el largo pasillo alfombrado y, de lejos, divisé la figura de un niño vestido de blanco en un triciclo. Iba a gran velocidad. Al llegar al final del corredor, pensé que giraría el volante. Pero no. Atravesó el muro y desapareció. Me quedé paralizado. Me froté los ojos intentando convencerme de que esta visión sólo había sido el fruto de mi imaginación; pero de pronto, unas risas infantiles me helaron la sangre. Seguro que provienen de algunas de las habitaciones, pensé intentando razonar para recobrar la serenidad. Inicié la marcha primero, y aceleré el paso después en dirección a mi habitación que calculé se encontraba a mitad de la galería. Introduje la llave en la cerradura de la 418 y, al abrir la puerta, sentí algo parecido a una corriente de aire que consiguió apagar las llamas de la chimenea, dejando sólo las ascuas. Entré con precipitación, buscando a tientas el interruptor de la luz que no funcionaba. Detrás de mí, la puerta se cerró con un golpe seco y me sobresalté. No estaba dispuesto a dejarme invadir por el pánico. No era ningún cobarde para salir corriendo, para dejarme vencer ante las manifestaciones de algún espíritu maligno. ¡Un momento! Ya empezaba a desvariar. Yo, hasta entonces, nunca me había planteado que lo que estaba viviendo fueran fenómenos paranormales. Comenzaba a dudar de mis propias convicciones. Mis ojos se empezaron a acostumbrar a la oscuridad y de pronto, oí el golpeteo del agua cayendo a borbotones en el fondo de la bañera, saliendo con una presión inusual. Asustado, corrí al cuarto de baño de donde provenía el sonido y me agaché para cerrar el grifo con todas mis fuerzas. De repente, a mi espalda, salieron despedidos algunos objetos que estaban colocados en la repisa, estrellándose en la losa del baño. Tenía que hacer algo. Podrían agredirme. Así, que me armé de valor y decidí parlamentar:
—¿Quién eres? ¿Qué quieres de mí?
—Mi nombre es Emily Coleman y si no quieres morir, harás lo que te pida.
La voz tenebrosa de un espíritu de ultratumba hizo temblar las cuatro paredes de la estancia. Seguía decidido a no mostrarme intimidado por el ser invisible que pretendía retarme.
—¿Estás amenazándome?¿Crees que asustándome vas a conseguir tu propósito? Muerto no te serviría de nada.
—¿Cómo podría ser amistoso un espíritu condenado a vagar desde hace veinte años? Se me ha negado poder descansar en paz  y para conseguirlo, necesito que hagas algo por mí.
Tenía una debilidad: ser sensible al sufrimiento humano, en este caso, al sufrimiento de seres incorpóreos. Así que decidí escuchar lo que tenía que decirme.
— ¿Qué quieres que haga?
—Tú tendrás que averiguarlo. En éste mismo lugar, hace veinte años, ocurrieron unos sucesos dramáticos. Desde entonces, estoy deambulando sin descanso. Si quieres salvar tu vida, busca entre éstas cuatro paredes. Las pruebas están aquí. Busca y encontrarás. Tienes hasta el amanecer. En caso de que fracases, perderás la vida y yo seguiré vagando por los siglos de los siglos. Volveré al alba para cobrar mi tributo. No intentes escapar. Las fuerzas del más allá son más fuertes que la propia naturaleza.

Las últimas palabras del espectro quedaron grabadas en mi mente y las iba repitiendo una a una para no olvidarlas. Estaba en juego mi vida. A pesar de la advertencia del espíritu, intenté salir de allí, sin éxito. Ni los gritos que lancé ni los golpes que le asesté a la puerta fueron oídos. Pensé que un poder sobrenatural había usurpado la lógica marcha del universo y que tendría que cumplir con la misión que me habían encomendado. Las horas pasaron rápidamente. Notaba encogido mi ánimo. La angustia, agazapada en la boca del estómago, me creó un vivo malestar. Había inspeccionado palmo a palmo cada rincón de la alcoba. A mi alrededor, todo estaba manga por hombro y no conseguía hallar ningún indicio que me hablara del misterioso enigma. Mi mente bullía. Mis dedos tentaron nerviosamente los muebles queriendo encontrar alguna trampilla donde se podrían esconder unas cartas o unos documentos. Estaba desesperado. Me aventuré a introducirme dentro de la colosal chimenea, después de que el fuego se hubiera apagado definitivamente. Mis manos palparon los ladrillos laterales. Con los nudillos, golpeé el muro. Sonaba hueco. Con el atizador, seguí rascando la pared con todas mis fuerzas hasta que las rasillas se desprendieron, una a una, dejando entrever un esqueleto. Me sobrecogí al pensar lo terrible que había tenido que ser morir emparedada. Las piezas iban encajando. Sin embargo, no era suficiente. Tenía que seguir buscando. Seguir buscando hasta desfallecer. ¿Quién era Emily Coleman? Continué con el registro del cuarto y me propuse despegar el pesado armario del tabique. Yo no era precisamente un hombre fuerte y la empresa se me reveló más difícil de lo que pensaba. Lo conseguí finalmente basculando el mueble una y otra vez. En la parte trasera del ropero de roble, la madera era menos gruesa. Tocando los cantos se desprendió una parte móvil. Era un compartimento secreto donde unas cartas amarillentas anudadas con una cinta descolorida y un enigmático sobre cerrado fueron celosamente depositados. Por la ventana de la habitación, se filtró una tenue luz que anunciaba el amanecer de un nuevo día. Sentí renovarse mi ánimo y cómo la esperanza recobrada me enardecía. Tomé el sobre en mis manos y ávidamente lo desgarré. Un viejo recorte de periódico del Estes Park Trail-Gazette y una carta firmada por Emily Coleman me desvelarían el secreto mejor guardado.  
El semanario decía: ‹‹El 16 de diciembre de 1920, han sido hallados los cadáveres de Joshua y Mary Coleman, de 4 y 6 años, en la cuarta planta del Hotel Stanley de Colorado. Los niños fueron asesinados con una escopeta de cañón recortado. Según las declaraciones del personal del establecimiento, solían jugar cerca de la habitación 418 donde se alojaban sus padres, John y Emily Coleman. Se ha ordenado la busca y captura de los progenitores. La Policía ha iniciado una exhaustiva investigación para esclarecer el móvil del crimen. Según testigos presenciales, John Coleman, el director del hotel, es el presunto autor de este atroz asesinato››
Leí detenidamente la crónica y reparé en la fecha: se cumplía precisamente 20 años del asesinato. No podía ser casualidad, sino un cúmulo de causalidades. La carta de Emily decía así:
‹‹Dentro de pocas horas dejaré de existir poniendo fin al tormento que ha sido mi vida desde mi matrimonio con John Coleman. Él ha cegado la vida de mis hijos como castigo por no amarlo. ¿Quién puede querer a una bestia salvaje capaz de tal atrocidad?  Mi corazón nunca le perteneció, se lo entregué al único hombre que he amado y amaré para siempre. Mis intentos por proteger a mis pequeños no fueron suficientes. Estoy cansada de esconderme. Sé que la fiera anda al acecho y pronto me alcanzará. Los celos y la locura han conseguido destrozar todo en lo que he creído y amado en mi vida.  Si algún día esta carta ve la luz, no me juzguen por lo que voy a hacer, sino por el amor que entregué.
Que Dios se apiade de mí.
Emily Coleman››.
            Después de leer detenidamente la carta de despedida, llegué a la conclusión de que veinte años era demasiado tiempo para una penitencia. Descanse en paz, Emily.
                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                   
  

martes, 22 de mayo de 2012

AMOR IMPOSIBLE


   

             

Ayer descubrí en el rostro de mi hijo que estaba condenada. La debilidad que se adueñó de mi cuerpo, hace algunas semanas, pronto de manera irremediable afectará mi mente.¿Por qué lo sé? Porque lo sé. Todos eluden las preguntas que me atreví a hacerles, lo veo en sus ojos, pero ayer la congoja de Heinrich respondió a todos mis temores. Antes de mi fatal desenlace, quisiera confesar la pasión que sentí por el que fue el amor de mi vida. Nunca pude averiguar si fui correspondida, ya que esta relación no transgredió los límites aparentes de la cortesía y de la propia amistad entre dos jóvenes. Puede parecer extraño que después de veinte años, rompa este silencio. Sin embargo, los sentimientos que aún albergo en mi interior, me demuestran que lo que no fue y pudo ser, no puede morir conmigo. Un amor tan puro merece ser exaltado, no condenado. Pero empecemos por el principio.
Por aquél entonces, estaba yo casada con Alexander Petronov, un diplomático ruso con un prometedor futuro, que nos llevó a recorrer toda Europa. Con dieciocho años, ya estaba casada y con diecinueve tuve a mi único hijo. Le puse a la criatura el nombre de Heinrich, haciendo honor a la tradición familiar. Alexander era un hombre apuesto y educado, diez años mayor que yo, que sabía moverse entre la alta sociedad a la cual yo pertenecía. Mi familia de origen alemán siempre había deseado que yo hiciera un buen matrimonio y Alexander era el mejor partido de todos mis pretendientes. Supo enamorarme con toda clase de atenciones. En pocos meses, nos casamos sin apenas conocernos. Los dos primeros años de mi matrimonio, fui muy feliz hasta que descubrí que una vez conquistado mi corazón, yo había dejado de interesarle. Notaba que le aburría profundamente y dejó de ser el encantador hombre que me fascinó en el baile de mi presentación en sociedad. Su carácter se agrió. Lo notaba taciturno por las mañanas e impacientes por las tardes. Cualquier cosa que hiciese o dijese era motivo de reproche. Mis intentos por agradarle fueron inútiles y ya por entonces, se dedicó a conquistar mujeres. Se entregó a este juego con apasionamiento, dilapidando su fortuna y mi dote.
Los años siguientes fueron muy tristes para mí, a pesar de encontrarme en París, la ciudad que encarnaba la alegría de vivir del Segundo Imperio. Mientras mejor trataba a mi marido, peor se portaba. Los consejos de mi madre no ayudaron a solucionar las continuas crisis matrimoniales. Mi hijo ocupaba todo mi tiempo y hasta dejé de aparecer en sociedad, a causa de las habladurías y los continuos comentarios que me hacían abiertamente nuestras amistades. Me encontré sola, a pesar de estar rodeada de gente. Alexander me recriminaba mi falta de entusiasmo por las reuniones sociales y mi desinterés por sus amigos. Consideraba que aparecer en esas fiestas era fundamental para escalar puestos en la sociedad. Empujada por su insistencia, aquél día de primavera, me arreglé para salir. Se estrenaba en la Ópera de París “Giselle”, un ballet romántico que produjo gran expectación entre los que frecuentaban los salones de Madame de Langeais, una baronesa muy rica que reunía los artistas e intelectuales de la época. Poco después de llegar al Palacio Garnier, Alexander me dejó sola en el palco durante media hora, una falta de tacto que no le perdoné aquella vez. Yo estaba avergonzada e intenté disimular leyendo el libreto que me habían entregado a la entrada. Sabía que mi comportamiento sería objeto de burla entre los asistentes y procuré mantenerme lo más digna posible, hasta que apareció en la entrada del palco Madame de Langeais.
—¡Buenas noches! querida Frida, te presento Monsieur Émile de Trintignant.  Levantándome de mi asiento para atender a los visitantes, ofrecí mi mano al joven que acompañaba a mi amiga.
—Encantado. Había oído hablar de usted pero hasta ahora no había tenido ocasión de verla en la Ópera —me dijo besándome la mano, al tiempo que me miraba a los ojos—. Es usted más bella de lo que me habían dicho.
Fue un amor a primera vista. Desde ese día, Émile entró a formar parte de mi vida. Los pocos minutos que hablamos aquél día y la atracción que sentí por él desde el principio fueron suficientes para alborotarme. Sin embargo, a pesar de que este sentimiento fuera creciendo en mi interior, jamás se lo confesé. Es más, tampoco me di cuenta que era amor hasta mucho tiempo después; lo disfrazada en un sentimiento de amistad recíproca. Algo natural, no podía olvidar que estaba casada. Para mí, la estabilidad de mi hijo era más importante que mi propia felicidad. Aunque no fuera buen marido, en aquel momento pensaba que Alexander era un buen padre. Mi hijo lo adoraba y yo nunca habría hecho algo que Heinrich pudiera reprocharme. Durante cinco años, Émile y yo, cultivamos una amistad donde compartimos inquietudes intelectuales y con el tiempo, aprendimos a conocernos personalmente. Mi afición por la Literatura me acercó a su profesión de escritor y se estableció entre nosotros una conexión de ideas que no pasó desapercibida a nuestro entorno. En el salón de Madame de Langeais, disfruté de los momentos más exquisitos de toda mi juventud. Nunca olvidé aquellos años: fueron los más felices de toda mi vida. Desgraciadamente, no sólo debía ser honrada, sino parecerlo y las malas lenguas se encargaron de destrozar mi reputación. Alexander se volvió más desconfiado que nunca y me prohibió asistir a las reuniones con mis amigos. Fue un castigo cruel y desconsiderado, después de estar luchando contra un amor imposible. Le envié varias cartas a mi padre, desesperada por el enclaustramiento que me impuso al dudar de mi honradez. Le comuniqué mi deseo de abandonar a mi esposo y convencido de mi infelicidad, accedió a venir a París para “negociar” mi salida. Así me sentí: una moneda de cambio. Pasé de nuevo a la tutela de mi padre y Alexander consintió en dejarme ir con mi hijo. Con treinta y tres años era menor de edad y consentí que siguieran jugando con mi vida. Una mañana de otoño, salí  de París, llevándome a Heinrich y mis recuerdos. Una vez en Alemania, a través de un abogado, tramitamos el divorcio. Nunca más volvería a ver a Alexander, tampoco volvió a ver a su hijo. Se casó un año después de mi salida del país. Durante estos veinte años, no supe nada de mi amor platónico. A veces, creo verlo aparecer en la ópera entre los asistentes, se acerca, me besa la mano, como el día de nuestro primer encuentro.
—Es usted más bella de lo que me habían dicho.




viernes, 13 de abril de 2012

SOSPECHAS (II)






—Perdone, ¿es usted Pilar Ramos Buendía? —dijo Marco al dirigirse a una mujer de mediana edad sentada frente a una pantalla de ordenador.
—No, ahora la aviso —contestó ella con voz átona, sin desviar la mirada del monitor.

Marco entró en aquella Agencia Inmobiliaria convencido de que necesitaba dar un giro a su vida. Pensaba que un cambio de escenario sería un acicate para Alicia, su mujer, una manera de ilusionarla. Últimamente, sus ataques de celos habían enturbiado la paz del hogar. El día de San Valentín sería un momento propicio para regalarle la casa de sus sueños.

Se mantuvo de pie durante unos minutos, esperando instrucciones de la secretaria que permanecía inmóvil e inexpresiva. Carraspeó intencionadamente y aguardó sin obtener reacción alguna. Miró a su alrededor, una joven pelirroja con aspecto desgarbado lo escrutaba con la mirada. Por un momento llegó a imaginar que sacaría una cinta métrica del bolsillo para medirlo por todas partes. Marco miró su chaqueta en busca de una mancha que no hubiera detectado antes. Se palpó los labios y la barbilla por si hubiera algún rastro de espuma de afeitar. Todo perfecto. La chica esbozó una media sonrisa que quiso ocultar tras la revista que sostenía entre las manos. Ya había conseguido ponerlo nervioso. Buscando un registro de voz grave para disfrazar su inquietud, se decidió a interpelar a la administrativa.
—Por favor, ¿podría usted avisarla? Tengo cita a las cinco.
Aquellas palabras parecían haber acariciado sus oídos. La mujer echó una ojeada por encima de sus gafas y se las quitó precipitadamente, escondiéndolas en un cajón.
—Perdone señor, ¿quiere usted sentarse mientras informo a la señorita Ramos de su llegada?
Se levantó ajustándose la falda que ceñía sus anchas caderas y se alejó contoneándose como si estuviera en una pasarela de moda. Mientras tanto, Marco curvó los labios hacia un lado en un rictus irónico, tomó asiento en un sillón de cuero y sacó su teléfono  móvil con la intención de hacer la espera más corta.
—Buenas tardes, señor Ruipérez.
Marco alzó la vista. Una mujer que debía rondar los cuarenta años, vestida con traje sastre gris, lo saludó con una sonrisa franca. Se fijó en su rostro lleno de arrugas. Lejos de envejecerla, le conferían una juventud que trascendía la edad. Parecía agradable y atractiva, de manera que Marco sintió por ella una simpatía instantánea. Pasaron a su despacho. Mientras le explicaba las características de las casas que había seleccionado, según las indicaciones que le había dado por teléfono, Marco se fijó más detenidamente en ella. Era alta y delgada, apenas tenía pecho y curvaba con frecuencia los labios hacia un lado en un gesto irónico. Estuvieron estudiando los planos de las casas durante unos veinte minutos. Marco se dejó aconsejar, parecía que había captado perfectamente lo que buscaba. Finalmente, eligió un pequeño chalet de dos plantas, con porche trasero y delantero, piscina y trescientos metros de jardín. La agente no había descuidado ningún detalle, todo estaba estudiado al milímetro: descripción detallada de la propiedad, calidades de los materiales, formas de pago; sólo quedaba que dieran su visto bueno y firmaran el contrato.  
—En sus manos dejo todo este asunto —dijo Marco con una sonrisa de satisfacción, tendiéndole la mano para despedirse―. Espero su llamada con el fin de que me notifique la próxima cita. Un momento preferiría que no me llamara, mejor me comunica la fecha y hora por SMS, quiero darle una sorpresa a mi mujer.

Mientras entraba en el ascensor, Marco se imaginó la cara que pondría Alicia al ver la casa. Hacía tiempo que no la veía de buen humor. Al salir a la calle, el sol se reflejaba en los cristales de los coches aparcados. Abrazado al calor de los rayos multicolores, se perdió entre los viandantes con una sonrisa en los labios.


‹‹TE MATO››. La voz de Alicia retumbó en la cabeza de Marco, que se incorporó bruscamente en la cama. La horrible pesadilla le había dejado un sabor amargo y una extraña sensación como si alguien o algo estuviera sentado encima de él, oprimiéndole el pecho. Alargó el brazo en la oscuridad hasta rozar el cuerpo de Alicia y lo mantuvo así durante unos minutos, al tiempo que adivinaba el roce de su aliento sobre la piel. Por mimetismo, la respiración de Marco fue recobrando la normalidad. Necesitaba sentir la cercanía de aquel cuerpo cálido e inactivo para espantar los fantasmas de la noche y lo atrajo suavemente hacia él. No recordó ningún detalle del sueño pero le quedó grabada la imagen de ella con un hacha en la mano amenazándolo al salir de la ducha. Su mente ahuyentó sistemáticamente aquella espantosa escena, aduciendo a toda clase de argumentos, llegando a la conclusión de que los sueños sueños son. Poco a poco, fue abandonándose a un dulce letargo sucumbiendo a un estado de somnolencia.

A la mañana siguiente, Marco se despertó de muy buen humor. Los rayos de sol que se filtraban por la ventana lo deslumbraron. Acercó los labios a los cabellos de Alicia que parecía estar dormida todavía y selló con un beso todo su amor. La señorita Ramos le había confirmado el día y la hora de la cita para enseñarle la casa a su mujer. Ahora sólo necesitaba planear concienzudamente la manera de llevar a Alicia sin que ella sospechara nada. Pero eso, lo pensaría más tarde. Se dirigió al cuarto de baño para darse una ducha. El agua caliente tonificó sus músculos. Mientras se enjabonaba, cantaba a viva voz “La donna è Mobile” de Verdi.
 De repente tuvo un déjà vu y  los angustiosos recuerdos de la noche pasada acudieron uno detrás de otro:
Alicia inspeccionando su cartera. Alicia memorizando los datos de una tarjeta de visita.
Cerró el grifo de la ducha y buscó la toalla para secarse.
Alicia apropiándose de su teléfono móvil. Alicia leyendo sus mensajes.
Abrió la puerta del armario en busca de la maquinilla de afeitar eléctrica y la cerró con un ruido sordo.
Presa de un sobresalto, Alicia desasiéndose del móvil sobre el cristal de la mesilla de noche.
Conectó el aparato a la red y empezó a afeitarse con movimientos circulares.
Alicia volviendo a empuñar el teléfono. Alicia escudriñando ávidamente la pantalla.
Desconectó la maquinilla y la colocó sobre el lavabo. Empuñó la loción para después del afeitado y se la aplicó con un ritual que parecía ensayado.
Alicia, con manos temblorosa soltando el móvil. Alicia bisbiseando un galimatías incomprensible. Alicia, poseída por una fuerza oculta, agarrando un hacha.
En ese preciso instante, aterrorizado, Marco cruzó el umbral de la puerta dispuesto a esquivar la brutal embestida.
Alicia armada con un bote de crema le dijo:
―Cariño, quieres que te dé un masaje.  






             



domingo, 25 de marzo de 2012

EL LEÓN DE LA METRO

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Manu era un joven flemático. Sus gestos habían perdido la frescura de su edad, a fuerza de consumir marihuana con demasiada asiduidad.

   —Un porrito de vez en cuando, no le hace daño a nadie —era la justificación que hacía a las recriminaciones de los que lo querían.
¡Y no eran pocos! Su carácter dócil y tímido lo envolvía en un halo de vulnerabilidad, entrando ganas de abrazarlo. Manu tenía un cabello rubio y abundante, salvaje como la más rebelde de las fieras dispuesta a no ser jamás domesticada.

   —Pásate el peine, Manu, que pareces el león de la Metro —bromeaba su madre, queriendo despertar en él algún tipo de reacción.

   Lo que ignoraba su madre era que, a Manu, le gustaba recordar el león de andar pausado que vio siendo un niño en el zoológico. Parecía dominar el mundo con su etérea presencia. Con frecuencia, se sorprendía a sí mismo pensando que, como él, atesoraba un corazón rebelde. Cualquiera que se hubiera detenido a observarlo podría ver que, en el brillo de sus ojos negros, todavía quedaba parte de ése espíritu indómito. Sin embargo, a fuerza de desgana y apatía, había conseguido convertirse, sentado en primera fila, en un mero espectador de su propia vida. Cuando consideraba una conversación supérflua, su lengua se adormecía aumentando de tamaño, negándose a malgastar saliva. Sus extremidades, demasiado grandes para un cuerpo tan enjuto y embebido, contribuían a que su caminar se viera descoordinado y lánguido como si fuera a descoyuntarse en cualquier momento, quedando desparramado por el suelo.

   Había aprendido desde niño a no meterse en líos; desde aquella vez que el Bola puso una zancadilla que le hizo perder el equilibrio, golpeándose salvajemente contra una esquina del pupitre. Cada vez que se miraba al espejo, se palpaba la enorme cicatriz que surcaba su ceja derecha. Una lección bien aprendida que contribuyó a que nunca más creyera en la Justicia. Aquél día, todos vieron lo que pasó, todos callaron la artimaña del abusón de la clase por miedo a represalias, todos negaron la versión de Manu que quedó desde entonces aislado del resto del mundo. Desde los primeros coqueteos con las drogas, como los enfermos terminales, atisbó, en el horizonte de su desolación, un rayo de felicidad al que se agarraba con denuedo. Olvidarse del mundo en que vivía, evadirse de él para sumergirse en un universo onírico donde no se necesitaba dar solución a nada, donde todo fluía de forma espontánea, ésa era la meta que perseguía. Un hedonismo que sólo conseguía con algo artificial.

lunes, 5 de marzo de 2012

SOSPECHAS (I)


 

 
Alicia se había quedado sola. Desde la habitación contigua, oyó cómo caía el agua de la ducha sobre el revestimiento de gresite. Pegó el oído a la puerta del cuarto de baño, intentando averiguar lo que ocurría al otro lado. Un golpe seco la hizo retroceder.

—¿Qué ocurre? —dijo aparentando normalidad.
—Nada, se me ha caído el bote de champú —contestó una voz masculina, desde el otro lado de la puerta.

     Por un momento, recordó la última inspección que le había hecho a la ropa de Marco antes de lavarla. Durante sus diez años de vida en común, regularmente y de forma rutinaria, había husmeado el cuello y las axilas de sus camisas, la entrepierna de los pantalones, los pañuelos de hilo y hasta los calzoncillos, en busca de algún rastro de fragancia que fuera inhabitual en sus prendas, sin encontrar señal alguna que pudiera confirmar sus sospechas. Sin embargo, hacía un par de días, la sombra de la desconfianza había germinado en ella. No tenía la mínima duda: había descubierto un olor imposible de definir, que no era de perfume, ni de esencias artificiales, ni los habituales olores corporales, sino de algo propio de la naturaleza humana. No dijo nada. Pero iba creciendo en ella una ansiedad que ya estaba carcomiéndole las entrañas. Decidida a seguir con sus pesquisas, no dudaría en infringir alguna regla que nunca antes se había atrevido a quebrantar. Lo haría. Encima de la mesilla de noche, dos tentadores objetos podían aplacar la desazón que le corroía. Volvió a mirar precipitadamente hacia la puerta. Se oía a Marco canturrear a viva voz: La donna è mobile de Verdi. El tono alegre y desenfadado con que interpretaba la canción acabó por desquiciarla. Había reparado en su actitud más relajada las últimas semanas; hasta en varias ocasiones, lo había sorprendido sonriendo sin motivo aparente. Siempre había creído que iba en contra de su naturaleza violar la intimidad de los demás, pero en este caso, el fin justificaba los medios. Alargó una mano infractora para coger la cartera de cuero negro, un regalo que ella le hizo por San Valentín. La abrió e inspeccionó cada compartimento: tarjetas de crédito, documentos de identidad, tarjetas de visitas. Fue leyendo estas últimas rápidamente, descartando todas aquellas que, según ella, tuvieran relación con la actividad profesional de su esposo. Conocía sus teorías sobre los inconvenientes ocasionados por los amores ocultos de sus compañeros de trabajo y su especial aversión por lo que denominaba "la falta de profesionalidad".  Sólo una de las tarjetas le pareció sospechosa. Retuvo mentalmente los datos, antes de devolverla a su sitio original.

                                                Pilar Ramos Buendía
                                               Agente inmobiliaria
                                               Teléfono: 657 44 66 22.

      Siguió rebuscando sin hallar nada que pudiera inquietarla. Cerró la cartera y la depositó con urgencia en el lugar donde la había sustraído. Luego, se apropió del teléfono móvil. Abrió la aplicación de “mensajes-buzón de entrada” y empezó a leer con celeridad los cuatro primeros, hasta dar con un número no identificado que memorizó automáticamente: +34 657 44 66 22. El contenido del mensaje trataba de una cita en un lugar antes convenido tres días más tarde. Un ruido de puertas abriéndose y cerrándose la sacó de su lectura y con un sobresalto, soltó el móvil sobre el cristal de la mesilla. Aguzó el oído. El agua había dejado de correr por el desagüe y se apreciaba en su lugar un zumbido monótono proveniente de algún aparato eléctrico. Volvió a empuñar con las dos manos “el revelador de secretos” y escudriñó, esta vez, todos los mensajes enviados la última semana, buscando alguno que tuviera como destinatario el número memorizado. Encontró dos, uno de hacía dos días y otro más reciente contestando afirmativamente a la cita acordada. Aquello en otras circunstancias no hubiera sido relevante; sin embargo, Alicia daba una interpretación no exenta de lógica al misterio y a la brevedad de los mensajes. Quería encontrar la verdad, y la buscaba con unas ansias casi tan grandes como el temor de averiguarla. De pronto, el ruido monocorde cesó, siendo sustituido por el sonido repetitivo de palmas: una, dos y tres. Y otra vez, una, dos y tres. Alicia conocía este ritual casi de memoria, pero no pudo evitar el temblor de las manos al devolver, con prudencia y por segunda vez, el teléfono en la misma posición que lo había encontrado minutos antes. Impulsada por una tormenta interior más imperiosa que su habitual desapego, más imperiosa aún que su propia dignidad, repitió bisbiseando lentamente las nueve cifras que habían quedado grabadas en su memoria. Poseída por una fuerza oculta, agarró el hacha que guardaba su marido detrás de las cortinas, abalanzándose sobre su víctima que cruzaba despreocupadamente el umbral de la puerta.

―TE MATO.