CITAS

Hay días que amanecen sólo para que uno pueda seguir soñando. Días en los que uno siente que el lance merece la pena, que el latido sigue ahí y que ni puedes ni quieres prescindir de él, que es posible derrotar miedos y vencer temores. Días en los que la magia de una sonrisa acude para salvar tu alma. Días en los que un gesto cómplice o una mirada en eterna sorpresa son capaces de ordenar el desorden de tu mundo puesto del revés. Días en los no cabe más la ternura. Días en los que el tiempo se detiene y el resto del universo carece de toda importancia.

Hay días en los que uno se alegra de estar vivo. O de que exista alguien que le haga sentirse así. Vivo. (Pedro de Paz)






viernes, 3 de febrero de 2012

PRELUDIO



En octubre de 1836 vi por primera vez a George Sand, en una reunión de amigos en el Hôtel de France. Me pareció antipática, hasta llegué a comentar a mi amigo Ferdinand Hiller que dudaba sobre su feminidad. Lo mismo le ocurrió a ella: al principio de nuestra relación me confesó, en tono desenfadado, su maldad al comentar a sus amigas: “Parece una niña”.

      En el verano de 1837, volví a ver a Amandine en una fiesta en mi casa donde toqué a dúo con mi amigo Franz Liszt. No me gustaba llamarla George y en la intimidad utilizaba su primer nombre. Apareció en el umbral de la puerta, fumando puros, vestida de blanco y rojo, los colores de mi querida y añorada tierra polaca. El corazón me dio un vuelco. No era especialmente bella, pero desprendía una seducción que pude ver en muy pocas féminas a lo largo de mi vida. Sus ojos oscuros tenían el brillo de las mujeres ingeniosas. Aquel día, llevaba el cabello, color azabache, recogido en la nuca y dejaba al descubierto un cuello de cisne que acaricié con la mirada. Sus ademanes distinguidos no dejaban a nadie indiferente y menos a mí.

      Cansado de la fácil alabanza o el injusto vituperio de los  críticos mediocres y de los profanos, prefería prodigarme por los salones de aristócratas, de atmósfera intimista, donde la audiencia culta no buscaba en mí el virtuosismo. Si has sido escuchado en los salones de París, en la embajada de Inglaterra o de Austria, en el acto eres dueño de un gran talento y de un reconocimiento público. Como si lo uno tuviera que ver con lo otro.

      Volví a ver a Amandine, en una soirée organizada por algún aristócrata. Ella me miraba intensamente, mientras tocaba “Tristesse”. Sus ojos en mis ojos. Se quedó mirándome sin ocultar las lágrimas que rodaban por sus mejillas. Volví a verla dos veces más. Sus manos me tocaban, sin tocarme, hablándome de voluptuosas caricias, sus dulces palabras me envolvían. Me amaba, era el hombre más feliz del universo. Sin embargo, los contratiempos no fueron pocos. Me previnieron sobre ella, era considerada por algunos, como una libertina, coleccionista de amantes. Tuve que retar en un duelo al último de sus galanes ocasionales, el preceptor de sus hijos, para conseguirla definitivamente. No tuve el valor de comunicar estos sentimientos a mi familia, que por muchas razones no hubiera bendecido nuestra unión.

      En pocos meses la relación ya estaba consolidada. Esperando una mejora en mi salud, Amandine organizó nuestro viaje a Mallorca. Nunca me preocupé demasiado del dinero. Hasta entonces, me había ganado la vida aceptablemente como pedagogo y profesor de música de grandes familias de aristócratas, ofrecía pocos conciertos y la mayoría benéficos. Algunos años después, ella me confesó que en aquel momento su situación económica no era demasiado buena, había que suprimir gastos. En las Islas Baleares, la vida era más barata y concentrados en nuestras profesiones, pronto obtendríamos los beneficios.

      Aquel viaje supuso una nueva ilusión que se vio colmada al llegar a Palma. La temperatura era cálida y el paisaje embriagador: el cielo turquesa, el mar lapislázuli, las montañas esmeraldas. En la ciudad, de noche, se escuchaban cantos, el sonido de las guitarras sonaba durante horas cada día. A pesar de la anarquía reinante, la gente era feliz. Un paisaje de palmeras, olivos, naranjos, granados e higueras me recordaban mi mejor día en el Jardin des Plantes. Me sentía vivo, testigo de la belleza de la naturaleza en todo su esplendor. Pero, pronto mi salud se deterioró a pesar de los dieciocho grados que reinaba al exterior. En dos semanas visité tres médicos, los más ilustres y caros de las islas. Analizaron mis esputos, me realizaron las más horribles sangrías y me administraron vesicatorios. El diagnóstico final fue la peor de las noticias: tuberculosis. Amandine casi los echó a patadas después de atender a sus conclusiones.
      —Pandilla de ignorantes —fueron las palabras que oí desde la cama.
No quería que ella se acercara a mí, pero Amandine es así, no dio crédito en ningún momento a las palabras de aquellos médicos y no permitió que nadie me tratara como un apestado.

      En la Cartuja de Valldemossa, los primeros días al sentirme febril, me recluí en mi celda en forma de ataúd. Una enorme bóveda polvorienta daba a un patio de naranjos y palmeras. A lo lejos, el mar y las montañas, cubiertos de una niebla gris, rugían los días de tormenta. Frente a la ventana, me tumbaba en un catre de tijera donde pasé largas horas esperando la muerte, al lado un pupitre cuadrado con un candelabro y una vela alumbraban mis noches de insomnio, sobre él se desplegaban manuscritos, notas, papeles, partituras de Bach para ser estudiadas y en una esquina, abandonado, un espejo de mano que acerqué a mi rostro. Descubrí un fantasma ojeroso y demacrado, con el pelo erizado y la mirada perdida; me preguntaba qué quedaba de aquel joven con guantes blancos y aspecto distinguido que logró seducir a Amandine. ¿Qué vería ella ahora en mí? Arrinconado en la estancia, un pequeño piano esperaba a ser reemplazado. Ella había pedido que le enviaran desde París, un magnífico piano de Pleyel. La entrega del instrumento se había demorado, a causa de los problemas ocasionados en las aduanas con las guerras carlistas.

      Amandine me cuidaba como a un niño. Con el pretexto de mi insomnio, le rogué que tomara una habitación con sus hijos, Maurice y Solange. Me sentía débil y no soportaba la idea de poder contagiarle mi enfermedad. Había dejado de ser un hombre. Algunas noches, llegaba descalza, en camisón y se enroscaba buscando el calor de mi cuerpo. No era capaz de rechazarla y sentía cómo sus dedos recorrían mis cabellos hasta que me vencía el sueño. Amanecíamos con los cuerpos enlazados añorando los besos que no nos dábamos.

      La inactividad había hecho estragos en mí y pronto decidí empezar de nuevo a retomar mi trabajo. En varios meses compuse veinticuatro preludios, piezas breves en base a una idea o un sentimiento. Cada día, a la vuelta de su paseo con los niños, necesitaba compartir mis nuevas composiciones para ahuyentar las terribles y desgarradoras ideas que se habían apoderado de mí en esas horas. Un día, Amandine salió con sus hijos en coche de caballos en dirección a Palma para ultimar los trámites aduaneros del piano de Pleyel. A la vuelta, se desató una tormenta y el río se desbordó dejando caer al caballo. Tuvieron que volver andando al Monasterio. Estuve toda la tarde componiendo casi en estado de trance. Al Angelus, unos lúgubres cantos cartujanos interrumpidos por los pasos lentos de unos fantasmas encapuchados, paseando por el claustro, me llenaron de terror. La visión retrospectiva del cuerpo inerte de mi amada, al fondo de un precipicio, me hicieron enloquecer. El piano emitió una sonoridad febril, alucinógena y alucinante. Ya de noche, entró en mi celda extenuada por la caminata, me encontró pálido, con los ojos extraviados, el cabello revuelto, tocando el Preludio de la Gota de Agua. Lloraba.

      El 13 de febrero de 1839, nos embarcamos de vuelta a Barcelona. En la Cartuja de Valldemossa dejamos un paraíso que no pudimos encontrar. Mi corazón anhela un mundo que no existe.