CITAS

Hay días que amanecen sólo para que uno pueda seguir soñando. Días en los que uno siente que el lance merece la pena, que el latido sigue ahí y que ni puedes ni quieres prescindir de él, que es posible derrotar miedos y vencer temores. Días en los que la magia de una sonrisa acude para salvar tu alma. Días en los que un gesto cómplice o una mirada en eterna sorpresa son capaces de ordenar el desorden de tu mundo puesto del revés. Días en los no cabe más la ternura. Días en los que el tiempo se detiene y el resto del universo carece de toda importancia.

Hay días en los que uno se alegra de estar vivo. O de que exista alguien que le haga sentirse así. Vivo. (Pedro de Paz)






viernes, 21 de febrero de 2014

EL LOBO Y EL ZORRO





Corrían malos tiempos entre los depredadores: la comida escaseaba. Rondando las lindes del bosque en busca de algo que llevarse a la boca, el Lobo se cruzó con el Zorro enfrascado en esos mismos menesteres.
—A la buena de Dios, señor Lobo. ¿Anda usted paseando?
—Tengo prisa. Estoy en un negocio muy importante y no tengo tiempo de entretenerme con vanas charlas —contestó el Lobo dándose importancia y alejándose rápidamente, no fuera a ser que el astuto Zorro adivinara en que negocio andaba metido.
Con estos pensamientos llegó a una granja. El Lobo era cobarde y recordó la valentía de su amigo el Zorro. No se había percatado del granjero que vigilaba desde el establo y se acercó medrosamente al corral en busca de alguna rechoncha gallina. En lugar de un suculento manjar, se encontró una ráfaga de disparos. Fue alcanzado en su pata trasera y salió corriendo con el rabo entre las patas. Desanduvo el camino en busca de su amigo. Éste viéndolo cojeando y maltrecho le dijo:
—¿Le salió mal el negocio, señor Lobo?
—He tenido algunos problemillas, nada importante; pero…
—Pues si no es nada importante, tampoco tengo tiempo de entretenerme con “vanas charlas”—sentenció el Zorro pagándole con la misma moneda.


Moraleja: No te llenes innecesariamente de enemigos porque en momentos de necesidad, no encontrarás a ningún amigo.

miércoles, 12 de febrero de 2014

EL CICLO DE LA VIDA


Déjala a ella que sea pájaro, que vuele aunque sea a ras del suelo. Ha nacido con alas desplegadas, ¿lo ves? Jamás he visto criatura más fuerte, jovial y dinámica. Prométeme que no dejarás que nadie la convierta en la única esclava que no anhela su libertad. Dices que no puedes prometerme algo que dependerá sólo de ella y tienes razón. El amor no siempre nos hace libre. Tengo tanto miedo por ella; no por mí no, por ella. Unos tienen que morir para que otros vivan. Pronto, mi cuerpo servirá de alimento a los gusanos.




jueves, 15 de agosto de 2013

EL BANQUERO









Corría el año 1966 cuando el señor Gutiérrez consiguió llegar a Director General de la oficina principal de un banco suizo en Madrid, donde trabajaba desde la edad de catorce años. Escaló uno a uno los peldaños de la empresa con perseverancia y artimañas de lo más sucias. Ya desde muchacho apuntaba maneras e hizo del engaño todo un arte y de la codicia, una finalidad. Era un tipo alto, a simple vista bien parecido, embutido en trajes de chaqueta oscuro que podía pasar por un empleado de una funeraria. En su indumentaria solo variaba la corbata que según el día de la semana cambiaba de color. Esta característica tan previsible fue la burla de las empleadas del banco hasta que, sus ojos y sus oídos que habían desarrollado una capacidad para el espionaje que rozaba la perfección, pusieron fin a los comentarios. Ningún detalle escapaba a su supervisión y cualquier desliz podía ser utilizado para un despido. Sus cabellos oscuros untados con brillantina, le daban un aire de antiguo galán de cine de Hollywood, lo que supo aprovechar en su juventud. Sin embargo, su estilo ya pasado de moda y su carácter cada vez más agrio habían conseguido catapultarlo a los confines de la soltería. El rechazo permanente de las féminas de su entorno hizo que se volviera más agresivo y vil. Tenía una mirada maléfica que denotaba una perversa imaginación y disfrutaba haciendo de sus subordinados el blanco de sus envites. Su lengua viperina a las órdenes de una astuta serpiente, actuaba con un concienzudo método: adular, esperar y atacar. Ninguna presa se le escapaba. Su afilada nariz había desarrollado un olfato para los negocios, rasgo que tuvieron en cuenta sus superiores para un puesto tan importante. El señor Gutiérrez poseía unas manos grandes y bien cuidadas que utilizaba en sueño para apretar el cuello de cualquier sujeto molesto, y en la vida real para llenarse los bolsillos. Sus andares firmes y seguros denotaban su habilidad de no dar un paso sin meditarlo cuidadosamente. Pero sin duda, el talento más extraordinario del señor Gutiérrez era su amor desmesurado por el dinero que lo llevó a traspasar los límites más inverosímiles de la corrupción. Todos sabéis su trágico final; merecido o no, os toca ahora juzgarlo. Pero, sin duda  fue el más aplaudido.



miércoles, 14 de agosto de 2013

TENGO ALAS








—Tengo alas —gritó Santi dando vueltas alrededor de su hermana mayor. Desplegó su capa zigzagueando como un pájaro mareado.

—Déjame en paz. Estás ridículo con esa toalla al cuello y los calzoncillos por encima de mis leotardos. Te tengo dicho que no quiero que cojas mis cosas. ¡Eres patético!

Santi no consiguió entender el significado de aquella última palabra, pero lo que sí supo captar fue el tono despectivo con que su hermana mayor la había pronunciado. No era la primera vez que lo menospreciaba. Se quedó un momento pensativo y como si se le hubiera encendido una luz interior, espetó con decisión:
—Te lo voy a demostrar.

Eliana, echada sobre la cama, sonrió al oír aquel propósito, pero pronto dejó de prestarle atención al niño. Se imaginó en los brazos de Clark Kane. Pero, ¡qué guapo era el actor que lo encarnaba en la película que vio ayer mismo! ¿Cómo se llamaba? Era incapaz de recordarlo.
Mientras tanto, con la agilidad de un gato Santi trepó al alféizar de la ventana, la abrió de par en par y desplegando sus alas de ángel emprendió un vuelo sin retorno.  















miércoles, 3 de octubre de 2012

ME VOY AL AMOR





Esta mañana, he intentado evocar el rostro de mis hijos y me ha llevado tiempo. Y conforme vayan pasando los años, más tiempo me llevará. Es triste, pero cierto. Al cabo de los años, he llegado a convencerme de que no es suficiente desear algo para que ocurra. Mis añorados, Dreirdre y Patrick, no volverán a la vida por más que yo lo desee.
Hace dos años que me instalé en Niza donde el clima benigno favorece mi ánimo y mis ganas de vivir. Habito en una casa enorme con mi secretario y mi ama de llaves. Mi amiga, Maria Desti, dice que todavía tengo una piel fresca y un talle envidiable pero, a mis cuarenta y nueve años, el reflejo que me devuelve el espejo cada mañana no me dice lo mismo. En mis frecuentes paseos en descapotable, me he cruzado con un joven muy guapo que conduce un Almicar francés. Lo he apodado irónicamente Bugatti. Archer me lo ha presentado, es italiano. Estuve bailando en sus brazos durante toda la noche. Las primeras notas de l’amour est un oiseau rebelle de Bizet todavía suenan en mi cabeza. Mañana volveré a verlo.

Mi vida ha estado condicionada por Afrodita, la diosa griega del amor. Desde niña, pensaba que había emergido de las profundidades del mar para dirigir toda mi existencia. En el seno materno probé las delicias de las ostras y del champán helado, manjar de dioses, el único sustento que el cuerpo de mi madre era capaz de asimilar. Podría parecer una paradoja, puesto que mi padre nos abandonó siendo yo muy pequeña, dejándonos en una situación económica precaria. Poco después, lo apresaron culpado del robo a un banco. Durante siete años, debido a los comentarios que oía en mi entorno, me lo imaginé con cuernos y rabo. Al conocerlo, se disiparon todos mis temores sobre mi origen diabólico y comprobé que era un hombre apuesto que vestía con sombrero y levita. Mi madre nos sacó adelante valerosamente, dando lecciones de piano e inculcándonos el amor por la música de Schubert, Mozart y Schumann. Mi primer recuerdo es un incendio. Con dos o tres años me lanzaron a los brazos de un policía irlandés desde una ventana. En medio de las escenas de pánico, abracé amorosamente a aquel hombretón y me sentí segura. Todavía oigo la voz desgarrada de mi madre llamándome: Isadora, Isadora.
Nací a orillas del mar, en la ciudad de San Francisco. Desde mi más tierna infancia, he sentido fascinación por las olas. Me sentaba en la playa, con las manos unidas en mi regazo, horas enteras de observación contemplativa, para luego reproducir los movimientos con mi cuerpo. Cada elemento de la naturaleza, como las ondulaciones de un camino o el movimiento de las copas de los árboles mecidas por el viento, era una fuente inagotable de inspiración. Esto fue el inicio de mi arte, la expresión divina del espíritu humano por medio de una danza natural, sin artificios.
 Mi madre era deliciosamente descuidada. Trabajaba todo el día fuera de casa y nos dejó, a mis tres hermanos y a mí, vivir una infancia llena de espontaneidad y creatividad. Podíamos seguir libremente nuestros impulsos vagando por el muelle, la playa o la ciudad. Esa vida salvaje y sin obstáculos fue la inspiración de la danza que he creado y no es más que la expresión de la libertad. Mi madre fue educada en el seno de una familia católica irlandesa. Vapuleada por una sociedad que veía con malos ojos a una mujer divorciada con hijos a su cargo, perdió la fe en la religión católica y abrazó el ateísmo. Un día por Pascuas, a la edad de cinco años, volví enfurecida de la escuela pública.
—Isadora, cariño, cuéntame qué te ocurre.
Sus delicados dedos de pianista alisaron mis cabellos para animarme a hablar. Se agachó para ponerse a mi altura y me escuchó atentamente.
—La maestra empezó a repartir pasteles y bombones que habían traído los Reyes Magos. Le dije que los Reyes Magos no existen para los pobres y me obligó a sentarme en el suelo. Le he dicho delante de toda la clase que no creo en mentiras y que únicamente las madres ricas pueden hacer regalos a sus hijos.
 Mientras acariciaba mis mejillas con la palma de sus manos, me miró fijamente a los ojos y dijo:
 —Isadora, no hay Reyes Magos; no hay Dios; no hay nada más que tu propio espíritu que pueda ayudarte.
Aquella noche, mis hermanos y yo nos sentamos a sus pies y nos leyó un pasaje de la obra de un político agnóstico: Bob Ingersoll.
—Las manos que ayudan son más nobles que los labios que rezan.
Concluyó, mientras cerraba el libro, convencida de que en su situación, el sentimentalismo carecía de sentido.
Mi verdadera educación se realizaba por las noches cuando mi madre nos tocaba piezas de Beethoven, Schumann, Schubert, Mozart o Chopin y nos leía con voz clara o aterciopelada, fragmentos de las obras de Shakespeare, Shelley, Keats o Burns. En mi afán por imitarla, recitaba con verdadera afectación:
¡Me estoy muriendo, Egipto, muriendo!
Velozmente decrece la roja corriente vital.
Eran horas encantadas donde la magia se apoderaba de nuestra casa y jugábamos a interpretar los más variopintos sentimientos humanos. También aprendí a desenvolverme en un mundo despiadado, desde muy temprana edad. Yo era la más audaz de toda mi familia. Cuando no teníamos nada que comer, era a mí a quien enviaban a la carnicería o a la panadería para renovar el crédito. Valiéndome de argucias y promesas, conseguía traer algunas chuletas de cordero para la cena. Consiguiendo engañar a los despiadados carniceros, logré manejar, años más tarde, a los despiadados empresarios.
A los diez años recogí mis cabellos en un moño alto, proclamé a todo el que venía a mi casa para recibir lecciones de baile que tenía dieciséis, y se lo creyeron. Dejé
la escuela pública y pronto, las familias adineradas de San Francisco me solicitaban para enseñar mi arte a sus hijos. Siendo todavía muy joven, viajé con mi familia por todo el mundo para formarme en las arte clásicas. Trabajamos todos muy duro para poder costearnos los pasajes. A pesar de alojarnos en habitaciones inmundas, tengo maravillosos recuerdos de las horas pasadas en el Louvre, en el Museo Rodin de París y en el National Gallery de Londres, estudiando minuciosamente cada detalle de las estatuas y pinturas griegas. A Raimundo, mi hermano, le apasionaba dibujar los vasos griegos de las galerías del Louvre.
—¡Mira! ahí está Dionisios—exclamaba, mientras yo esbozaba unos pasos de baile frente a él —espera un momento, tengo que dibujarlo.
—Ven aquí; mira a Medea matando a sus hijos— le decía horrorizada, llamando ansiosamente su atención.
 Danzaba en los salones de la aristocracia descalza, con el pelo suelto, sin maquillaje, vestida con túnica blanca y transparente, una presencia etérea, lejos de las estrictas reglas del ballet. Un día encarnaba a la rubia Segelinda reposando en los brazos de su hermano Sigmundo, al día siguiente era Brunilda llorando a su perdida deidad y luego, Kundry lanzando sus salvajes improperios bajo la fascinación de Klingsor. Fueron años donde los hombres más inteligentes y cultos de Europa me admiraban solicitando mi compañía. Al entrar en escena, todos exclamaban: “Isadora, nuestra ninfa griega, eres cautivadora”.
Me enamoré de muchos hombres pero el matrimonio no figuraba entre mis aspiraciones. Tuve dos hijos de dos hombres distintos, lo que me valió el desprecio de muchos y la alabanza de algunos. Dreirdre fue el fruto de una relación loca e inconsciente con el escenógrafo inglés Gordon Graig, calificado por mi madre como “el vil seductor”. Ahora desde la distancia de los años, me doy cuenta que sólo estábamos unidos por una pasión descontrolada y unos proyectos profesionales sólo centrados en su obra.
—¿Por qué no dejas eso? —cuestionaba, refiriéndose a mi arte— ¿Por qué quieres ir al teatro y agitar los brazos?¿Por qué no te quedas en casa afilándome los lápices?
—Mi querido Gordon —le contestaba irónicamente—, ¿por qué no me acompañas en mi próxima gira, necesito quién se ocupe de mi guardarropa.
De Paris Singer, hijo del magnate de las máquinas de coser, tuve mi segundo hijo Patrick. Al principio de nuestra unión, aparecía con regalos.
—Querida, ¡mira qué magnífica joya engarzada con diamantes!
—Es preciosa, cierto, pero con el valor de esta gargantilla, podríamos sufragar los gastos de mi escuela de baile durante algunos meses. ¿No te importa que la devuelva?
—No, no me importa, eres tan bella que no necesitas adornos.
Me separé de Paris huyendo de lo que consideraba un cautiverio y dispuesta a recobrar mi libertad, sin sospechar que la desgracia rondaba nuestras cabezas como si de un maleficio se tratara. Pronto, me ofrecieron protagonizar un espectáculo en París que tuvo mucho éxito. Agobiada por un exceso de trabajo, le pedí a la institutriz que  llevara a mis hijos de excusión a Versalles. Subieron al coche; al despedirme besé el cristal que nos separaba y sentí en los labios una sensación glacial que me estremeció. Observé cómo se alejaban; una profunda zozobra inundó mi corazón. Jamás volví a verlos vivos. Al tomar la curva, el coche se despeñó por un puente, tragándoselo el Sena. Quise morir pero, en aquel momento, no tuve el valor suficiente para hacerlo. Durante días, estuve tentada al ver los somníferos sobre el tocador. En una ocasión, volqué el pequeño frasco en la palma de mi mano, conté veinte píldoras y me dispuse a llevármelas a la boca. Una voz interior me lo impidió:
—No lo hagas, Isadora, amas demasiado la vida.
Y es cierto. Amo demasiado la vida.
Me alejé de los escenarios durante un tiempo; volqué toda mi energía y cariño en los niños de mi escuela de baile. Atraída por la Revolución Rusa, decidí trasladarme a aquel país. Coseché muchos éxitos entre los revolucionarios que me veneraban como a una de sus camaradas. Con el dinero que recaudaba de mis actuaciones, pude acoger en mi escuela numerosos niños que huían de la miseria, de la guerra y de la infelicidad. Recuerdo cuando me trajeron una niña pequeña envuelta en un manto oscuro. La tomé en mis brazos y fui incapaz de decir que no podría aprender a bailar. El hombre que la trajo no esperó mi respuesta. Se dio la vuelta y se marchó. Jamás volví a verlo. El gobierno había prometido apoyar mi proyecto, pero pronto me encontré sola ante los problemas económicos. Entonces, empecé a beber para olvidar las miserias de aquel ambiente espartano. Conocí a Serghei Esenin, un joven poeta ruso, en una fiesta donde el alcohol enturbiaba las mentes y exaltaba los ánimos. Me gustaba su temperamento apasionado, el patriotismo exacerbado de sus versos y su descontrolada manera de amarme. Fue el único hombre capaz de acabar con todas mis reservas sobre el matrimonio y accedí poco después a casarme con él. Necesitaba volver a encontrarme con mi público y lo convencí para regresar a Estados Unidos. La acogida fue masiva en el puerto, aunque se levantaron algunas voces contra los bolcheviques. En la rueda de prensa que convoqué, Serghei espantó a los periodistas disparando balas de fogueo contra ellos. Yo había bebido demasiado aquel día y me divertí mucho al ver cómo salían espantados del hotel. Aquel fue el principio de mi declive profesional. Durante  mi vida con frecuencia el amor enturbió al arte y el arte, al amor.
Me divorcié de Serghei cuando descubrí que el hombre del que me enamoré se había convertido en una patética caricatura de sí mismo. Volví a Europa para intentar reconducir mi carrera. Los admiradores que, en otro tiempo, llenaban los teatros me habían abandonado y sin contratos mi vida se precipitaba irremediablemente hacia el abismo. Seguí luchando, pero los empresarios no confiaban en mí y pronto fui relegada al anonimato más absoluto. Un año después, supe por los periódicos que los problemas mentales de Serghei lo habían llevado al suicidio. Aquella noticia me conmocionó. Se confirmaban, de este modo tan brutal, mis sospechas de que existía un extraño sortilegio que castigaba injustamente a todas las personas que había amado. Me culpé por ello, y prometí no volver a amar en lo que me quedara de vida.

Anoche volví a soñar con mis hijos. Allí, en las turbias agua del río Sena, sus cuerpos inertes aguardaban, sepultados en un ataúd con ruedas. Un enorme banco de peces custodiaba los cadáveres, rondándolos, alejándose, volviendo a acercarse, una y otra vez, hasta impulsarlos fuera del vehículo donde habían quedado atrapados. Los cuerpos quedaron a merced de la corriente. Los ojos de mi pequeña Dreirdre, tan diáfanos en otros tiempos, habían tomado el color de las veladas aguas. La sonrisa angelical de Patrick se había transformado en una fea mueca.  Hay un silencio donde no puede haber sonido: en la fría tumba, donde ni las risas ni los llantos tienen cabida, donde el horror ya no existe, donde el tiempo se detiene. Una visión, que en otro momento me habría parecido terrorífica, ahora resultaba tranquilizadora. Sus cuerpos, librados de su trampa mortal, vagarían para siempre en libertad. Ya no existe agonía, durante demasiado tiempo anidó en mí, aniquilando mi estado de felicidad natural. Tengo la certeza de que el amor y el arte han sido el eje de toda mi vida.

OBITUARIO DEL NEW YORK TIMES


La célebre bailarina Isadora Duncan ha muerto, el miércoles 14 de septiembre de 1927, en trágicas circunstancias. El Bugatti de la señora Duncan recorría a toda velocidad la Promenade des Anglais en Niza, cuando la estola de seda que rodeaba su cuello, la misma que había agitado ante la multitud a su regreso a Estados Unidos, se enredó en unas de las ruedas posteriores del vehículo. La ninfa, como todos la llamaban, salió despedida por un costado del vehículo y se precipitó sobre la calzada de adoquines. Fue arrastrada durante unos metros con una fuerza terrible, hasta que el conductor, alertado por los gritos, consiguió detener el coche. Los servicios médicos atendieron a la víctima, pero sólo pudieron constatar el fallecimiento por estrangulamiento, de forma casi instantánea. Murió a los cuarenta y nueve años, sin poder evitar el abrazo homicida. Según el testimonio de sus amigos, sus últimas palabras fueron: “Me voy al amor”. Digno final de una existencia romántica pero extravagante. 


jueves, 13 de septiembre de 2012

EL PERFUME DE LAKSHMI





—¿Cuidarás de mi apartamento en mi ausencia? Espero no causarte ninguna molestia, sólo se trata de regar las plantas.

—No es ninguna molestia. Me encargaré personalmente —aseguró Javier, entusiasmado y halagado por esa muestra de confianza de su vecino Miguel, la primera en muchos meses de cordial relación vecinal.

 Hacía un año que Miguel García se había mudado a aquel ático con su mujer Ana, después de reformarlo enteramente, lo que le valió las críticas de sus vecinos. “¡Qué se habrá creído!”, no tardó en lanzar en una reunión de la comunidad, Angustias, la vecina del bajo, resumiendo así el sentir general. Javier Abellán, contable de profesión, se encargaba de llevar las cuentas de la comunidad ciñéndose a lo que se esperaba de él. Sin embargo, con su habitual pragmatismo, pensó para sus adentros que aquello era un derroche, teniendo en cuenta que los inquilinos anteriores sólo habitaron en él un año y aquel ático era el mejor de todos. Tampoco Miguel accedió a enseñar aquella joya, a pesar de las descaradas insinuaciones de Angustias. Aunque Javier se moría de ganas de visitarlo, procuraba no mostrar el interés que le suscitaba la deidad hindú que ocupaba el recibidor. Las veces que fue a llevarle los recibos del pago de la comunidad a su vecino, quedó embriagado por el fino olor a incienso que acarició sus fosas nasales y delante de la estatua, creyó sentir el cálido abrazo de múltiples extremidades. Aquel exotismo había disparado su imaginación y llegó a soñar en varias ocasiones que, detrás de aquel tabique que no dejaba entrever el salón, se escondía un mundo de sensaciones nuevas y hasta extravagantes. Había fantaseado con plantas trepadoras, pájaros exóticos y bailarinas orientales, una de ellas tenía la cara y el cuerpo de Ana, la mujer perfecta. Porque Ana era una belleza, la más elegante y sensual que jamás había visto Javier y olía bien. No como la cajera del súper que usaba una colonia que llegó a producirle dolor de cabeza, sino más bien como aquellas chicas que trabajaban en los grandes almacenes en la sección de perfumes caros. Sin embargo, Javier que estaba dotado de una gran memoria olfativa porque solía pasar muchas tardes allí registrando cada fragancia, no conseguía asociar aquel perfume tan característico con ninguna marca comercial.

—Nos marchamos mañana temprano. Estaremos fuera una semana, toma las llaves y mi teléfono por si ocurriera algo.

Javier clavado delante de la puerta de entrada del ático, las tomó y contempló en la palma de su mano un pequeño llavero con una figura en miniatura, la misma que la estatua del recibidor y preguntó a su interlocutor:

—¿Cómo se llama esta diosa?

—Lakshmi, la diosa de la riqueza y de la belleza. ¿Te interesa el tantrismo?

—¿El tan qué?

—Olvídalo. Recuerda: riega cada dos días, es suficiente. La regadera está en la terraza junto al grifo. Gracias de antemano.

Antes de que Javier pudiera articular unas palabras de despedida, sintió cómo el aire, que levantó la puerta al cerrarse, le abofeteó.

—¿Quién era? —la voz de Ana se oyó clara desde el otro lado de la puerta y Javier aguzó el oído, atraído por su musicalidad.

—El imbécil del 2ºA. Ignorante… Ya me estoy arrepintiendo de hablarle confiado mis plantas.

—Mis plantas, mi casa… Estás un poco pesadito con tus cosas. Parece un buen hombre, aunque un poco soso…

El ruido del ascensor subiendo lo puso sobre aviso y enfiló rápidamente el pasillo en dirección a la escalera. No podía creerlo, Ana pensaba que era un buen hombre. Pero eso, ¿qué significaba? Tal vez que le daba lástima o que lo apreciaba o porque no, que podría llegar a gustarle. Como todos los grandes tímidos, Javier no era capaz de mostrar naturalidad ante una mujer que le gustara, y Ana le gustaba mucho. En cuanto a Miguel, verían quién de los dos era el más imbécil. Bajando las escaleras, Javier jugaba alegremente con  las llaves en la palma de su mano.

—Buenas tardes, Angustias —se aventuró a gritar al pasar por la puerta de su vecina del bajo.

—Buenas tardes —oyó como le respondían.

—Educada sí que es… —ironizó al salir del edificio, hablándole a la pared.

          Al día siguiente, fue a trabajar. Se tomó sólo diez minutos de la media hora del bocadillo y salió un poco antes del trabajo. Al entrar en el apartamento de los García, Lakshmi pareció sonreírle. Respiró hondo, era un aire puro y dulzón. Cruzó el recibidor. Miró a su alrededor, ni rastro de las trepadoras, ni de los pájaros exóticos y menos de las bailarinas contorsionistas. Quedó un poco decepcionado. Pero pronto, sus sentidos se vieron atrapados por la luz que se filtraba por el gran ventanal. La diosa le estaba dando la bienvenida. A pesar de la sofocante temperatura exterior, el piso se mantenía fresco. Se preguntó si las plantas tenían algo que ver con la temperatura ambiente. Se paseó por el salón pisando una alfombra de fibras naturales, tocando con su dedo índice el sofá rinconera blanco roto que ocupaba el centro de la habitación. Encima de una mesilla baja, un libro llamó su atención. Se imaginó a Ana, en camisón, con el cabello húmedo, recostada sobre el respaldo del sillón, leyendo. Ojeó el libro que se titulaba: La fuerza del cariño. No entendía nada de Literatura, pero aquel título por lo menos era romántico. Y si fuera de Miguel. Imposible, era un presuntuoso sin sensibilidad. Se dirigió a la terraza que resultó más grande de lo que había podido sospechar desde el salón, llenó la regadera de agua y regó abundantemente las macetas. La pequeña selva tropical empezó a renacer. Se levantó una ligera brisa que mecía toda la vegetación. Mientras hablaba con las plantas, Javier recordó la pequeña venganza que había planeado el día anterior. Ya no sería capaz de dejar morir tanta belleza. La tarea le había llevado más tiempo de lo que había creído en un principio e inspeccionó la terraza en busca de alguna manguera que le facilitara el trabajo. La encontró escondida en un pequeño trastero. Su estómago gruñó, sólo con alimentar sus sentidos no era suficiente, así que se marchó. En la entrada, se acercó a la estatua para verla de cerca. Aquella imagen de vivos colores ejercía un extraño poder sobre él. Le acarició el rostro, luego la redondez de los pechos. Tenía un tacto suave y hasta cálido. Se preguntó de qué material estaba hecha. Acercó su nariz a la boca de la diosa que desprendió un fino perfume que identificó inmediatamente. Olía a Ana. Embriagado, cerró los ojos ofreciendo sus labios. También era acogedora la boca. Pareció sentir cómo le devolvía el beso en señal de despedida. Pero, quizás fuera fruto de su desbordante imaginación.


Por la tarde, estuvo tentado mil veces de volver al piso como el que espera encontrarse con una amante apasionada, pero resistió hasta el día siguiente a las seis de la tarde. Buscando en Internet se topó con la leyenda de Lakshmi, una bonita historia  que venía a confirmar que aquella casa estaba bendecida y Ana era la portadora de la buena fortuna. Durante todo aquel día, con la imaginación, había recorrido cada una de las habitaciones, abriendo los cajones, fisgando en las estanterías, descubriendo los secretos de sus vecinos. En el cuarto del matrimonio, como un perro de caza, había olisqueado el rastro de su adorada en la almohada, en las sábanas, en la ropa de Ana y hasta en sus zapatillas. Había tocado, olido y besado cada objeto que sospechaba pertenecía a su amada. Al llegar al ático, siguió paso por paso lo que había planeado durante la tarde y las sensaciones que obtuvo fueron más excitantes que su propia fantasía. En el vestidor, delante del espejo que ocupaba toda la pared, se desnudó y se probó la ropa interior de ella. Eligió unos zapatos de tacón de aguja y se los puso. Consiguió enfundárselos a duras penas, aunque le quedaban un poco pequeños. La mirada perversa, que lo observaba desde el otro lado del espejo, aumentó su ardor. Anduvo contoneándose sin perder de vista a su recién descubierto voyeur y luego, escogió del ropero de Ana una falda amplia y una camiseta de algodón, la ropa que llevaba el último día que se la encontró en el súper. Completó su atuendo con una peluca rosa que le quitó a una cabeza de maniquí. No lo lucía tan bien como ella, pero no estaba tan mal. Se volvió a desnudar dejándose sólo las bragas y se tumbó boca arriba sobre la cama, abrazado a la almohada. Pronto, se dejó vencer por el sueño con la imagen de Ana sonriéndole desde la mesilla de noche. De madrugada, se despertó con las bragas humedecidas. Se vistió y procuró dejar todo como se lo había encontrado.


Al tercer día, estuvo tentado de llamar al trabajo alegando una falsa enfermedad, pero se resistió a hacerlo. Se dio cuenta de que estaba perdiendo el control. Aquello podría  convertirse en obsesión; él, que se creía dueño de su propia fantasía. Esperó hasta la tarde y nada más llegar, emprendió su habitual tarea. El aire le trajo un olor a madreselva. Se notó más alegre y rejuvenecido que de costumbre. En la habitación donde había estado la noche anterior, abrió el armario de Miguel, se quitó la ropa y en su lugar, se vistió con una camisa hawaiana, unas bermudas, perfectamente planchadas y unas chanclas de verano. Se miró al espejo. ¡Estaba guapísimo! Se parecía a los extranjeros que frecuentaban los bares del centro de la ciudad. Volvió al salón. En el mini bar, encontró una botella de whisky sin abrir. Se tomó dos tragos directamente del envase, mientras se dirigía a la cocina por un vaso con hielo. Desde luego, el sibarita de Miguel tenía gustos caros ¡Qué pena que no tuviera televisión! Estaban retransmitiendo un partido de fútbol por un canal privado que no había contratado. Fue dando pequeños sorbos a su bebida mientras se dirigía al dormitorio para probarse más ropa. Esta vez, optó por una camisa azul, un traje oscuro con corbata burdeos y unos mocasines negros. Después de varios intentos, no consiguió hacerse correctamente el nudo de la corbata. Volvió a la cocina en busca de más hielo y abrió una botella de ron.

—Ron, ron, la botella de ron —cantaba a viva voz.

Finalmente después de tantas idas y venidas, se encontró frente al espejo. Se acercó a su propia imagen intentando emular una sonrisa seductora, luego se alejó frunciendo ceño. Soltó una sonora carcajada y dijo tambaleándose:

—¿Y ahora quién es el imbécil?

Seleccionó otro modelito, empinando la botella una y otra vez.


Al cuarto día, se despertó tirado en el suelo del vestidor, desnudo, con la corbata anudada al cuello a modo de bufanda y apoyada la cabeza sobre un revoltijo de ropas. El traje y la corbata tenían unas manchas oscuras ya resecas. Javier se acercó a olerlas. No había duda: un olor agrio le indicaba que había vomitado sobre las prendas. Se sostuvo la cabeza con las dos manos y miró desconsoladamente a su alrededor. Eran las nueve y llegaba tarde a trabajar, pero no podía usar el teléfono de sus vecinos, así que se vistió rápidamente. Al salir, evitó mirar a Lakshmi. No soportaba ser visto en un estado tan lamentable. Una vez en su casa, llamó al trabajo disculpando su ausencia. Tenía la tez mate y una resaca que lo tuvo toda la mañana en la cama. Por la tarde, llegó al apartamento, cabizbajo. Desde el instituto, no recordaba una borrachera tan descomunal. Todo le parecía tan extraño. Intentó arreglar como pudo el desaguisado, pero aquello le iba a costar unos buenos cuartos. Llevó toda la ropa a la tintorería y compró una botella de whisky y otra de ron. Volvió al piso, limpió concienzudamente cada huella, cada rastro de su paso que pudiera inculparlo, como si se hubiera cometido un horrible crimen en aquella casa. Al abrir un cajón de la mesilla de noche, vio un paquete de tabaco sin abrir. Tuvo la tentación de metérselo en el bolsillo. Definitivamente, aquella casa había sacado lo peor, pero también lo mejor de él.


Al quinto día, Javier decidió no acudir al apartamento. Volvió a su rutina diaria queriendo olvidar todos sus desmanes, pero se sintió triste. Y si sus propietarios no volvieran nunca. Aquella idea llegó a animarlo, pero entonces no volvería a ver a Ana. ¿Y a quién le importaba Ana? La Ana que él quería existía sólo en su imaginación.


El sexto día era sábado. Se había levantado temprano para dar un paseo matinal hasta el parque. Se tomó el tiempo de comprar el periódico y sentarse en un banco a leer la sección de deportes. Pronto, el olor a césped recién regado se mezcló con la algarabía que emitían un grupo de pájaros. Levantó la cabeza con las gafas de leer sobre la punta de la nariz y sintió cómo una ligera brisa le acariciaba el rostro destensado. Abrió los ojos lo más grande que pudo. Dos gorriones saltarines picoteaban alegremente unas migajas de pan y se sintió feliz. A media mañana, de vuelta de su paseo, recogió la ropa de la tintorería y acarició con la punta de los dedos en el bolsillo del pantalón el pequeño llavero de la diosa hindú. Al día siguiente los García llegarían temprano por la mañana y quería disfrutar del último día que le quedaba. Estaba convencido que Lakshmi lo estaba esperando. En el recibidor del apartamento, se paró delante de ella, tomó una de sus cuatro manos, aquella que sostenía una flor de loto y,  recordando una frase que había leído, la repitió en voz alta deseando que algo sucediera: “Solamente tenemos que estar atentos para ver que nuestra vida está llena de milagros”. Pero, el milagro no llegó. Javier estuvo durante dos horas despidiéndose de cada uno de los objetos de aquel lugar sagrado, recordando cada emoción que había experimentado durante los últimos días. Ya no sentía alegría ni tristeza, ni siquiera al contemplar por última vez el rostro agradecido de la diosa. Cerró la puerta guardando esa última imagen en la recamara de su consciencia. Al entrar en su casa, una brisa fresca le trajo un olor inconfundible. Era el perfume de Lakshmi.

  





lunes, 27 de agosto de 2012

EL HOTEL MALDITO






En los años cuarenta, siendo todavía un joven universitario de Física, me alojé en el hotel Stanley de Colorado, antes de que este establecimiento se convirtiera en el más inquietante de Estados Unidos, con espíritus incluidos en la tarifa. El hotel Stanley es un edificio de estilo georgiano construido en 1909, que sirvió de inspiración a Stephen King para escribir su obra más terrorífica: ‹‹El resplandor››. Por aquél entonces, los fenómenos paranormales de esta antigua construcción no eran de dominio público. Sólo recordarlos, me producen, todavía hoy, un extraño y repentino escalofrío. Por lo tanto, mi intención al elegir este hotel ubicado en las Montañas Rocosas, no era precisamente vivir experiencias extrasensoriales ni desafiar las leyes de la naturaleza. ¡Válgame Dios! Lo que me llevó allí fue algo más banal, simplemente la atracción que sentía por las fotografías del Gran Cañón del Colorado de la enciclopedia de mi padre, que tuvieron el poder de hechizarme durante toda mi infancia.

En mis años de juventud, presumía de una mente cartesiana propensa al racionalismo. Era un fanático de la prueba rigurosa, lo que defendía con profundo apasionamiento. Sin embargo, los hechos que acaecieron en aquellos días inquietantes consiguieron que todas mis estructuras mentales se tambalearan,  trastornándome de tal modo, que a raíz de los acontecimientos que voy a relatar, comencé a aceptar la Parapsicología como una ciencia a la altura de las que estudian  el universo observable.

Llegué a Denver el 15 de diciembre de 1940. Estaba nevando. Un gélido viento soplaba con furor, queriendo derribar los magníficos edificios que poblaban la ciudad. En el autobús que me llevaría al hotel, cautivado por el paisaje nevado, pegué la nariz al cristal de la ventanilla,  impregnándome de la belleza y del misterio circundantes. Crucé un territorio montañoso muy accidentado, con bosques de coníferas y álamos cubiertos por un manto inmaculado. Más allá del pueblo de Estes Park, en una zona sin apenas vegetación, apareció Stanley, el hotel maldito. Era una majestuosa edificación pintada de blanco, cuyas tejas rojas quedaron cubiertas por la intensa nevada, mimetizándose así con el paisaje. ¡Nada hacía presagiar que allí pasaría la noche más escalofriante de mi vida! El hotel en sí no me gustó. Lo consideraba demasiado lujoso para el hijo de un terrateniente como yo, acostumbrado a la vida de campo. Mi padre fue el que se empeñó en regalarme esta estancia por finalizar mis estudios con resultados sobresalientes. A pesar de las numerosas chimeneas encendidas, sentí al entrar un aire glacial que me estremeció. Las numerosas lámparas de arañas colgadas del techo de los salones que iba atravesando tintineaban a mi paso, produciéndome una inquietud que se vio reforzada por la luz artificial que deslumbraba al recién llegado. Todo era tan impersonal. La magnificencia de aquellos salones relucientes creaba un ambiente poco acogedor que, desde un principio, me transmitió malas vibraciones. Después de tomar una sopa caliente en el restaurante prácticamente vacío, decidí subir a mi habitación, la 418, para descansar después de un día agotador. Una vez en el ascensor, tuve un mal presagio: me llamaba poderosamente la atención que el personal del hotel estuviera envuelto en una actividad frenética, aunque apenas se viera movimiento de clientes. ¿Tal vez, esperen alguna convención? Al llegar a la cuarta planta, enfilé el largo pasillo alfombrado y, de lejos, divisé la figura de un niño vestido de blanco en un triciclo. Iba a gran velocidad. Al llegar al final del corredor, pensé que giraría el volante. Pero no. Atravesó el muro y desapareció. Me quedé paralizado. Me froté los ojos intentando convencerme de que esta visión sólo había sido el fruto de mi imaginación; pero de pronto, unas risas infantiles me helaron la sangre. Seguro que provienen de algunas de las habitaciones, pensé intentando razonar para recobrar la serenidad. Inicié la marcha primero, y aceleré el paso después en dirección a mi habitación que calculé se encontraba a mitad de la galería. Introduje la llave en la cerradura de la 418 y, al abrir la puerta, sentí algo parecido a una corriente de aire que consiguió apagar las llamas de la chimenea, dejando sólo las ascuas. Entré con precipitación, buscando a tientas el interruptor de la luz que no funcionaba. Detrás de mí, la puerta se cerró con un golpe seco y me sobresalté. No estaba dispuesto a dejarme invadir por el pánico. No era ningún cobarde para salir corriendo, para dejarme vencer ante las manifestaciones de algún espíritu maligno. ¡Un momento! Ya empezaba a desvariar. Yo, hasta entonces, nunca me había planteado que lo que estaba viviendo fueran fenómenos paranormales. Comenzaba a dudar de mis propias convicciones. Mis ojos se empezaron a acostumbrar a la oscuridad y de pronto, oí el golpeteo del agua cayendo a borbotones en el fondo de la bañera, saliendo con una presión inusual. Asustado, corrí al cuarto de baño de donde provenía el sonido y me agaché para cerrar el grifo con todas mis fuerzas. De repente, a mi espalda, salieron despedidos algunos objetos que estaban colocados en la repisa, estrellándose en la losa del baño. Tenía que hacer algo. Podrían agredirme. Así, que me armé de valor y decidí parlamentar:
—¿Quién eres? ¿Qué quieres de mí?
—Mi nombre es Emily Coleman y si no quieres morir, harás lo que te pida.
La voz tenebrosa de un espíritu de ultratumba hizo temblar las cuatro paredes de la estancia. Seguía decidido a no mostrarme intimidado por el ser invisible que pretendía retarme.
—¿Estás amenazándome?¿Crees que asustándome vas a conseguir tu propósito? Muerto no te serviría de nada.
—¿Cómo podría ser amistoso un espíritu condenado a vagar desde hace veinte años? Se me ha negado poder descansar en paz  y para conseguirlo, necesito que hagas algo por mí.
Tenía una debilidad: ser sensible al sufrimiento humano, en este caso, al sufrimiento de seres incorpóreos. Así que decidí escuchar lo que tenía que decirme.
— ¿Qué quieres que haga?
—Tú tendrás que averiguarlo. En éste mismo lugar, hace veinte años, ocurrieron unos sucesos dramáticos. Desde entonces, estoy deambulando sin descanso. Si quieres salvar tu vida, busca entre éstas cuatro paredes. Las pruebas están aquí. Busca y encontrarás. Tienes hasta el amanecer. En caso de que fracases, perderás la vida y yo seguiré vagando por los siglos de los siglos. Volveré al alba para cobrar mi tributo. No intentes escapar. Las fuerzas del más allá son más fuertes que la propia naturaleza.

Las últimas palabras del espectro quedaron grabadas en mi mente y las iba repitiendo una a una para no olvidarlas. Estaba en juego mi vida. A pesar de la advertencia del espíritu, intenté salir de allí, sin éxito. Ni los gritos que lancé ni los golpes que le asesté a la puerta fueron oídos. Pensé que un poder sobrenatural había usurpado la lógica marcha del universo y que tendría que cumplir con la misión que me habían encomendado. Las horas pasaron rápidamente. Notaba encogido mi ánimo. La angustia, agazapada en la boca del estómago, me creó un vivo malestar. Había inspeccionado palmo a palmo cada rincón de la alcoba. A mi alrededor, todo estaba manga por hombro y no conseguía hallar ningún indicio que me hablara del misterioso enigma. Mi mente bullía. Mis dedos tentaron nerviosamente los muebles queriendo encontrar alguna trampilla donde se podrían esconder unas cartas o unos documentos. Estaba desesperado. Me aventuré a introducirme dentro de la colosal chimenea, después de que el fuego se hubiera apagado definitivamente. Mis manos palparon los ladrillos laterales. Con los nudillos, golpeé el muro. Sonaba hueco. Con el atizador, seguí rascando la pared con todas mis fuerzas hasta que las rasillas se desprendieron, una a una, dejando entrever un esqueleto. Me sobrecogí al pensar lo terrible que había tenido que ser morir emparedada. Las piezas iban encajando. Sin embargo, no era suficiente. Tenía que seguir buscando. Seguir buscando hasta desfallecer. ¿Quién era Emily Coleman? Continué con el registro del cuarto y me propuse despegar el pesado armario del tabique. Yo no era precisamente un hombre fuerte y la empresa se me reveló más difícil de lo que pensaba. Lo conseguí finalmente basculando el mueble una y otra vez. En la parte trasera del ropero de roble, la madera era menos gruesa. Tocando los cantos se desprendió una parte móvil. Era un compartimento secreto donde unas cartas amarillentas anudadas con una cinta descolorida y un enigmático sobre cerrado fueron celosamente depositados. Por la ventana de la habitación, se filtró una tenue luz que anunciaba el amanecer de un nuevo día. Sentí renovarse mi ánimo y cómo la esperanza recobrada me enardecía. Tomé el sobre en mis manos y ávidamente lo desgarré. Un viejo recorte de periódico del Estes Park Trail-Gazette y una carta firmada por Emily Coleman me desvelarían el secreto mejor guardado.  
El semanario decía: ‹‹El 16 de diciembre de 1920, han sido hallados los cadáveres de Joshua y Mary Coleman, de 4 y 6 años, en la cuarta planta del Hotel Stanley de Colorado. Los niños fueron asesinados con una escopeta de cañón recortado. Según las declaraciones del personal del establecimiento, solían jugar cerca de la habitación 418 donde se alojaban sus padres, John y Emily Coleman. Se ha ordenado la busca y captura de los progenitores. La Policía ha iniciado una exhaustiva investigación para esclarecer el móvil del crimen. Según testigos presenciales, John Coleman, el director del hotel, es el presunto autor de este atroz asesinato››
Leí detenidamente la crónica y reparé en la fecha: se cumplía precisamente 20 años del asesinato. No podía ser casualidad, sino un cúmulo de causalidades. La carta de Emily decía así:
‹‹Dentro de pocas horas dejaré de existir poniendo fin al tormento que ha sido mi vida desde mi matrimonio con John Coleman. Él ha cegado la vida de mis hijos como castigo por no amarlo. ¿Quién puede querer a una bestia salvaje capaz de tal atrocidad?  Mi corazón nunca le perteneció, se lo entregué al único hombre que he amado y amaré para siempre. Mis intentos por proteger a mis pequeños no fueron suficientes. Estoy cansada de esconderme. Sé que la fiera anda al acecho y pronto me alcanzará. Los celos y la locura han conseguido destrozar todo en lo que he creído y amado en mi vida.  Si algún día esta carta ve la luz, no me juzguen por lo que voy a hacer, sino por el amor que entregué.
Que Dios se apiade de mí.
Emily Coleman››.
            Después de leer detenidamente la carta de despedida, llegué a la conclusión de que veinte años era demasiado tiempo para una penitencia. Descanse en paz, Emily.