CITAS

Hay días que amanecen sólo para que uno pueda seguir soñando. Días en los que uno siente que el lance merece la pena, que el latido sigue ahí y que ni puedes ni quieres prescindir de él, que es posible derrotar miedos y vencer temores. Días en los que la magia de una sonrisa acude para salvar tu alma. Días en los que un gesto cómplice o una mirada en eterna sorpresa son capaces de ordenar el desorden de tu mundo puesto del revés. Días en los no cabe más la ternura. Días en los que el tiempo se detiene y el resto del universo carece de toda importancia.

Hay días en los que uno se alegra de estar vivo. O de que exista alguien que le haga sentirse así. Vivo. (Pedro de Paz)






sábado, 7 de enero de 2012

UN CUARTO DE HORA



 

 Después de una larga vida con María, en el fatídico día de su entierro, recuerdo los momentos en que nos conocimos.

Un cuarto de hora, fue el tiempo que duró nuestro primer encuentro, un segundo fue suficiente para enamorarme de ella. No sé exactamente lo que me cautivó de María, si su aire de autosuficiencia o ese halo de misterio que la envolvía. Lo cierto es que en cuanto cruzó la puerta de mi despacho, los latidos de mi corazón no me dejaron oír sus palabras:
—¿Cómo decía, señorita?
            —¿Puedo pasar?
            —Sí, perdone. Por favor, siéntese. ¿Es usted María Delgado?
Mientras asentía con la cabeza, entró y se dirigió con paso seguro hacia el asiento que le estaba señalando.
—Mi nombre es Fabricio Poncela y soy el encargado de hacerle la entrevista.―añadí sin mucha convicción, estimando que la información era demasiado evidente.

María tomó asiento colocándose la falda que dejaba entrever unas hermosas piernas que se empeñaba en tapar. Con la espalda recta, procuró no apoyarse en el respaldo de la silla y colocó las manos, una encima de la otra, haciendo presión en su regazo. En posición estática, parecía una leona al acecho de una presa, poniendo todos sus sentidos en alerta. Los músculos de su rostro se tensaban por momento, sin embargo nada en su fisionomía delataba nerviosismo, sino más bien autocontrol. Para distender el ambiente y librarme de su acoso visual, le dirigí mi mejor sonrisa y le pedí que me hablara de su experiencia profesional. Ojeando su curriculum que llegó a mis manos unos días antes, pude comprobar que había trabajado de asistente en una pequeña galería de arte de Madrid, no obstante su formación dejaba mucho que desear. Personalmente, esto no me inquietaba. La experiencia me decía que en este trabajo se necesitaba algo más que unos estudios. Si la aceptaba, tendría que demostrar a mis superiores que tenía las cualidades necesarias. Al verla tan desenvuelta, no dudé que haría un excelente papel. Me llamó la atención que no hubiera adjuntado ninguna foto en la cabecera del documento. Mientras me explicaba los pormenores de su anterior trabajo, poco a poco, me dejé cautivar por la melodía de su voz que atravesó mis tímpanos, incrustándose en mi cerebro, impidiéndome que me fijara en las palabras que pronunciaba. Podría haber dicho cualquier cosa en ese preciso momento, no hubiera sido capaz de comprender su significado. Sólo atiné a observarla detenidamente y simular estar bebiendo cada palabra que articulaba con su preciosa boca. Contemplé como sus ojos verdes parpadeaban, insinuándome a cada pestañeo lo feliz que me haría encontrarme con ellos cada mañana. Sus labios sonrosados me incitaban a morderlos con el pensamiento.

—Señor Poncela, ¿le ocurre algo?
Como volviendo de un sueño, me di cuenta de que María había acabado su exposición y esperaba alguna pregunta relacionada con el trabajo. Miré mi reloj y comprobé que llevaba diez minutos hablando sola. Me hubiera gustado preguntarle qué solía desayunar por las mañanas o qué libro leía antes de acostarse, una mujer así seguro que leía, pero centrando mi atención en lo que se esperaba de mí, solo le dije:
—Señorita Delgado, veo que es usted una persona eficiente. En caso de ser aceptada para el empleo, tendrá que viajar a menudo o estar disponible para cualquier evento fuera de horas de trabajo. ¿Tiene algún inconveniente?
—Ninguno. Me gusta viajar y estoy dispuesta a trabajar las horas que sea necesario.
—Bueno, me gusta su entusiasmo. En caso de contratarla, le pediremos mucha implicación por su parte.
—Estoy dispuesta a aprender y a desarrollar las aptitudes que demostré en mi anterior trabajo.
—Muy bien, pronto le comunicaremos nuestra decisión. Creo que su teléfono de contacto viene en su curriculum.
Me levanté para despedirla. Al sentir el suave contacto de su mano perdida en la mía, experimenté una sensación de gozo que zarandeó mi cuerpo y mi espíritu. Con el pulgar acaricié cada uno de sus dedos y comprobé que no tenía ningún anillo.  
—Adiós, señor Poncela. ¿Me devuelve la mano?
La solté avergonzado y le hice una pregunta que me estaba rondando la cabeza:
—¿Olvidó poner la foto en su curriculum?
—No, señor Poncela, no lo olvidé.

Sin más explicación, salió del despacho con una sonrisa en los labios.


Un cuarto de hora duró la entrevista de trabajo, la décima que tuvo que soportar María en un intervalo de un mes. Durante la conversación, nunca imaginé el estado de ansiedad por el que estaba pasando. A pesar de haber rastreado exhaustivamente su rostro y sus gestos, no recuerdo haber advertido ninguna muestra de dolor. Sin embargo, en aquellos momentos, su vida se estaba derrumbando.

 Hacía aproximadamente un año que María había perdido el trabajo en una pequeña galería de arte de Madrid, víctima de las envidias de sus compañeros. Desde entonces, su vida se parecía a una nave en plena tormenta y durante muchos meses, sus vanos intentos de tomar el control del timón fueron infructuosos. En el último año, sólo había conseguido trabajos temporales, empleos precarios de dependienta de unos grandes almacenes y teleoperadora. Su existencia parecía deslizarse por una pendiente vertiginosa hacia el desastre más irremediable. A regañadientes, tuvo que aceptar la ayuda de sus padres que se hicieron cargo de sus gastos. Su cuenta bancaria estaba en números rojos desde hacía días y sólo un milagro podría evitar que tuviera que volver a la casa familiar. A sus treinta y cinco años no estaba dispuesta a darle la razón a su padre que todavía le reprochaba no haber estudiado una carrera universitaria.

Durante un cuarto de hora ocultó sus sentimientos. ¿Cómo lo hizo? No soy capaz de adivinarlo. Desde primera hora de la mañana de aquel día, me la imagino callada, nerviosa y preocupada. Quizá en el metro su mente la torturara recordándole lo que le aguardaba las próximas horas. Sospecho que la sonrisa de complacencia que dibujaba su cara al salir de mi despacho fue tan efímera que ninguno de los candidatos que ocupaban la sala de espera pudo percibirla. Unos minutos antes, delante de mí, se había comprometido a una total disponibilidad, a viajar cuanto fuera necesario, en caso de ser aceptada para el empleo. Su entusiasmo y predisposición me conmovieron. Una hora después tenía una cita con el Dr. Figueroa, oncólogo de la Clínica Santa Eulalia y su vida podría cambiar para siempre. Puedo imaginar las preguntas sin respuestas que  formularía en su cabeza. Puedo sospechar su desaliento ante la posibilidad de tener un tumor maligno. Puedo comprender su angustia ante el riesgo de un futuro truncado. Es fácil intuir su abatimiento  hasta oír las palabras del doctor:
―Señorita Delgado, los análisis están perfectos y la biopsia ha dado negativo. El tumor es benigno.
Sin capacidad de reacción, tomaría un taxi hasta su casa. Probablemente no sintiera alegría, ni tristeza, sino alivio y profundo cansancio. Al abrir la puerta de su apartamento, la luz de su contestador automático le advertiría de un mensaje grabado. Las dudas y el miedo por no conseguir el trabajo aflorarían de nuevo a su mente. Al oír la grabación todos sus temores se desvanecerían.
―Srta. Delgado, ha sido seleccionada para el puesto de asistente de galería de arte. Nuestro equipo ha considerado que debido a su experiencia anterior está capacitada para ejercer dicho puesto. Le ruego se presente en nuestras oficinas el viernes próximo para la entrega de la documentación antes de formalizar el contrato. Enhorabuena.

Supongo que la alegría que sentí al grabar este mensaje no podría compararse con lo que ella experimentó al escuchar tan agradable noticia. La imagino brincando como un gato cazando moscas, saltando sobre los sillones, dejándose caer de gozo sobre el sofá. Resuena en mi cabeza una sonora carcajada que proviene del fondo de su garganta dejando al descubierto una hilera de perlas blancas. Así es como me gusta recordar a mi querida María.  

  

1 comentario: