CITAS

Hay días que amanecen sólo para que uno pueda seguir soñando. Días en los que uno siente que el lance merece la pena, que el latido sigue ahí y que ni puedes ni quieres prescindir de él, que es posible derrotar miedos y vencer temores. Días en los que la magia de una sonrisa acude para salvar tu alma. Días en los que un gesto cómplice o una mirada en eterna sorpresa son capaces de ordenar el desorden de tu mundo puesto del revés. Días en los no cabe más la ternura. Días en los que el tiempo se detiene y el resto del universo carece de toda importancia.

Hay días en los que uno se alegra de estar vivo. O de que exista alguien que le haga sentirse así. Vivo. (Pedro de Paz)






jueves, 26 de enero de 2012

VIAJE A MALLORCA

     
écoutant

       A finales de 1838, inicié una relación sentimental con el compositor Frédéric Chopin. El invierno se anunciaba especialmente duro en París y decidí trasladar mi pequeña familia a un lugar de clima más benigno. Deslumbrada por los relatos de algunas de mis amistades que vendían los beneficios del clima mediterráneo y la belleza del paisaje, elegí las Islas Baleares como destino definitivo, a la espera de que fuera el detonante para inspirarme una nueva novela. En los últimos tiempos, la vida mundana de París sólo había conseguido que experimentara un profundo aburrimiento. Tenía que evitar hundirme en un insufrible letargo que no nos convenía ni a mí ni a mi editor. La salud de Fredy había empeorado las últimas semanas; el clima lluvioso y frío de París le provocó unos ataques de tos, seguidos de convulsiones espantosas, que sacudían todo su cuerpo y llegaron a alarmarme. Yo pensaba que un cambio de aires le devolvería el apetito y la energía que había perdido las últimas semanas.

       En octubre salí de París con mis hijos, Maurice y Solange. Nos encontramos con fredy en Perpiñán, había que salvar las apariencias. De allí, nos dirigimos todos juntos a Barcelona. Mis hijos estaban excitados por los preparativos del viaje, corriendo detrás de los criados y saltando de alegría por la nueva aventura que les esperaba. Una vez que el equipaje fue cargado en el coche de caballos, emprendimos nuestro periplo entre las risas de mis hijos y el sonido repetitivo de la tos de Fredy. Para calmar a mi prole, me inventé un cuento que pronto los convirtió en mansos conejitos de grandes orejas. Mi músico parecía ausente, probablemente componiendo con el pensamiento la melodía más triste jamás creada. Al oír las primeras palabras de mi relato, noté cómo su rostro demacrado dibujaba una expresión de curiosidad infantil dejando su habitual aflicción y melancolía, hasta sucumbir a un profundo sueño. Con la cabeza reclinada sobre el asiento parecía tan desvalido que tuve el presentimiento de que mi empeño tendría consecuencias nefastas.

       El 8 de noviembre, embarcamos en el vapor “El Mallorquín” en dirección a Mallorca. Después de una travesía infernal donde trataron mejor al cargamento de cerdos que a los pasajeros, por fin llegamos a puerto. Hacía poco tiempo que la prohibición de comerciar con el extranjero había sido levantada y el ganado era una fuente de ingreso para la economía mallorquina. Convinimos con el capitán del barco que volveríamos por nuestro equipaje en cuanto consiguiéramos una habitación donde alojarnos. La ciudad de Palma era un puro caos. Las tropas de soldados españoles estaban en todas partes controlando las mercancías desembarcadas en el muelle, hostigando a los porteadores a trabajar con más ahínco. La afluencia masiva de campesinos, huyendo de sus hogares por las guerras carlistas, creaba un clima de desconfianza entre la población autóctona. Deambulamos por las calles con un calor comparable al mes de junio en París, buscando alguien que nos indicara un alojamiento. Con una mezcla de osadía y amabilidad, con el fin de desafiar la aversión de aquellas gentes, pregunté dónde podría encontrar un alojamiento para la familia. La semejanza entre el francés y el dialecto que ellos utilizaban, me permitió comunicarme después de muchos intentos. Me indicaron una casa de comida donde podrían procurarnos un hospedaje. Entré en el local de la mano de Maurice, Fredy me seguía con Solange. El olor que salía de la cocina nos recordó que no habíamos probado nada caliente desde hacía días. Al preguntar por Doña María a una mujer corpulenta de piel morena que se afanaba en servir las mesas, noté cómo algunos de los comensales levantaron la vista de sus platos mirándonos con desconfianza. La camarera  me hizo un signo con la mano para que esperara un momento y dos segundos más tarde, otra mujer joven vestida de sombras se dirigió a mí en un francés correcto con ligero acento del sur. En un medio tan hostil, me alegré de poder intercambiar algunas palabras que resultaran inteligibles para alguien. La conversación fue breve. Entendió que estábamos cansados por la desastrosa travesía. Se limitó a atender nuestras necesidades, ofreciéndonos sopa caliente y un mendrugo de pan. A petición mía, nos instalamos en una mesa apartada de las miradas de los clientes. Después de la comida,  Doña María nos invitó a pasar a una estancia contigua al comedor, para ultimar los detalles del alojamiento.
―Señora Baronesa ―dijo buscando en su voz el tono más digno―, puedo alojarla por unos días en la ciudad.  Pronto se quedarán vacías unas estancias en la Cartuja de Valldemossa, un monasterio de monjes cartujanos en la sierra, con unas vistas espectaculares. Je suis sûre que cela vous plairât, madame.

      Estaba encantada, era exactamente lo que buscaba, tranquilidad y paz. Miré a Fredy con un ademán de complicidad, nuestros ojos se enlazaron en un gesto amoroso. Pero no dijo nada. Le gustaba mantenerse en un segundo plano. Para él, todo lo mundano era aburrido. Seguramente a otra persona, ese rasgo de su carácter le hubiera parecido inadmisible; sin embargo, esa actitud me complacía porque estaba acostumbrada a tomar mis propias decisiones y no admitía que me contradijeran. Tuve que abonar con antelación el alquiler de un mes de estancia y dos días de alojamiento en una pequeña casa en el centro de la ciudad. Doña María solicitó cortésmente la firma de mi acompañante masculino, llamándole Barón Dudevant. Éste no se atrevió a negarse y quedó un momento dubitativo. Esto me irritó. Sin levantar la voz, pero con firmeza,  le aclaré a mi arrendadora que no era mi marido y firmé los documentos sin dilación. Me indignaba pensar que estaba dispuesta a aceptar mi dinero, pero no mi protagonismo. Nos miramos las dos y en sus ojos vaticiné todos los prejuicios que una vez más tendría que soportar. De nuevo, tendría que luchar contra una sociedad donde la mujer aristócrata es considerada como un simple ornamento floral. Había soportado la arrogancia y los desaires de algunos compañeros escritores cuando supieron que el seudónimo que utilizaba para firmar mis obras, George Sand, pertenecía a una mujer. Aquello fue un escándalo, una mujer escritora, inferior intelectualmente, ¿qué se habrá creído?

      Los días que pasamos en Palma fueron felices, una felicidad fugaz que pronto se desvaneció cuando el tiempo empeoró; los niños estaban inquietos y Fredy parecía cada vez más débil. Al visitar un monumento de la Inquisición me pregunté si merecía la pena disfrutar de esa belleza arquitectónica a costa del sufrimiento y la vida de seres humanos. Un dolor punzante me atravesó el corazón. Las dudas sobre lo oportuno de este viaje volvieron de forma reiterativa. Delante de los demás me mantenía firme, pero tras esa seguridad fingida, cada día sentía cómo mis fuerzas y mi ánimo empezaban a desfallecer.

     Dos días más tarde, emprendimos un viaje a la Sierra de Tramontana. La salud de mi amante fue deteriorándose. Los caminos poco transitados que tuvimos que recorrer, se habían convertidos en un barrizal a causa de la lluvia de los últimos días. El viento sacudía el coche tirado por dos enormes caballos que se afanaban por alcanzar la cima de la montaña. Llegamos a un valle y divisamos por la ventana del carruaje el pueblo de Valldemossa, rodeado de olivos y almendros, pequeño y hermoso parecía sacado de un cuento. ¡Qué belleza! No podíamos creerlo. Numerosos manantiales de agua clara jalonados por una frondosa vegetación, bajaban de la cumbre más alta. Saqué las manos por la ventana y comprobé que había dejado de llover. Miré el horizonte donde apareció un arco iris gigantesco y sentí que aquello era un buen presagio. Compartí mi repentina euforia con mis acompañantes y todos nos percatamos que los días en la Cartuja de Valldemossa  iban a cambiar nuestras vidas.



 


2 comentarios:

  1. Siempre imagine que la vida en Paris seria magnifica, creo que después de leer unas frases voy a devolver mis pasajes y mi reserva en los hoteles en paris. Saludos

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    1. No siempre lo que uno imagina tiene que ver con la realidad. Sin embargo, siempre nos quedará París. Un saludo para ti, Mario.

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