CITAS

Hay días que amanecen sólo para que uno pueda seguir soñando. Días en los que uno siente que el lance merece la pena, que el latido sigue ahí y que ni puedes ni quieres prescindir de él, que es posible derrotar miedos y vencer temores. Días en los que la magia de una sonrisa acude para salvar tu alma. Días en los que un gesto cómplice o una mirada en eterna sorpresa son capaces de ordenar el desorden de tu mundo puesto del revés. Días en los no cabe más la ternura. Días en los que el tiempo se detiene y el resto del universo carece de toda importancia.

Hay días en los que uno se alegra de estar vivo. O de que exista alguien que le haga sentirse así. Vivo. (Pedro de Paz)






miércoles, 21 de diciembre de 2011

EL TRAMPANTOJO



Son las doce de la noche. Le habla Antonio Gutiérrez desde Radio Nacional de España. Abrimos este avance informativo para anunciar que la fuerte nevada, caída en la capital en las últimas horas, ha causado un colapso en Barajas. Han sido cancelados todos los vuelos durante las próximas horas. Los equipos de mantenimiento de las pistas trabajan a marchas for…

Eduardo Bermejo apagó la radio de su BMW, después de aparcarlo en la puerta de su chalet de la Moraleja. El día había sido agotador. Se tocó la frente, intentando aliviar el punzante dolor que le atravesaba las sienes. Desde las seis de la mañana llevaba preparando una reunión que tenía que celebrarse en Barcelona por la tarde. La espera durante dos horas en el aeropuerto hasta confirmar la cancelación de su vuelo, las llamadas sin respuestas al teléfono de su mujer y las que hizo para anular la reserva del Hotel Palace habían contribuido a que se sintiera más fatigado que de costumbre. Salió del automóvil dejando caer sus pesados pies sobre la nieve recién caída. Se hundieron bajo aquel manto alfombrado.

—Achís, achís.
Lo que faltaba: se estaba resfriando. Al sentir el viento helarle los huesos, se colocó el abrigo alrededor de los hombros y sacó un pequeño troller del maletero. ¡Cómo añoraba los cálidos brazos de Sofía! Los desplantes de su mujer las últimas semanas, sólo habían conseguido reavivar su deseo. Cruzó la verja y al levantar la vista hacia el jardín, se sorprendió al ver que el pino de la entrada se había convertido en un árbol de navidad.

—Ya estamos en Navidad. ¡Cómo pasa el tiempo!
Recordó las primeras navidades juntos, las risas cómplices de sus primeros años de matrimonio. Los dos adornando el árbol, preparando las cenas familiares. Añoró aquella alegría que inundaba toda la casa y sintió una necesidad urgente de abrazarla y volver a declararle su amor. Hoy más que nunca la necesitaba.

Al abrir la puerta, notó como la oscuridad de la noche parecía haber invadido cada rincón de su casa. Pulsó el interruptor de la luz intentando espantar aquel presentimiento y dejó su maleta en la entrada. Se fijó en el trampantojo que había encargado su mujer a un artista conocido, la pared ahora tenía una enorme ventana con vista al exterior. Aguzó el oído, ningún sonido le llegaba. Pensó que Sofía estaría durmiendo. Subió la escalera a oscuras temiendo despertarla. Ya sentía el calor de su cuerpo pegado al suyo, la imaginaba con ojos somnolientos y sonrisa infantil abrazándolo, abandonándose a su deseo. Mientras se aflojaba la corbata y el primer botón de la camisa, se acercó a la puerta de su dormitorio. Le resultó extraño que estuviera cerrada y al acercarse le llegaron unos sonidos inconfundibles. Pegó el oído y  con una patata que sonó como el estruendo de una explosión, derribó la puerta.

—PUTA… PUTA.
Se abalanzó sobre unos cuerpos desnudos, que a duras penas intentaban despegarse. Sus brazos que unos segundos antes había deseado estrechar a su mujer, ahora la zamarreaban hasta arrastrarla por el suelo. Su boca que había deseado besarla, ahora la insultaba:
—PUTA, no eres más que una PUTA. Y tú, BASTARDO—gritó amenazante volviendo la vista hacia el amante—, FUERA DE MI CASA.

          Sofía se refugió en un rincón mientras su amante salía corriendo recogiendo su ropa esparcida por la habitación. Sentada en el suelo en posición fetal, rogaba que no le pegara. Eduardo, con los ojos inyectados de odio contempló la escena durante unos segundos y se marchó.


            Aquella Navidad pasó con más penas que glorias. Sofía rogaba el perdón de su marido, le aseguraba que jamás había dejado de amarlo y que el abandono que sentía los últimos meses la habían empujado en los brazos de su profesor de equitación. Eduardo tuvo que soportar sus escenas de arrepentimiento durante semanas a las cuales respondía con reproches y celos contenidos. Luego, a fuerza de silencios, la situación fue cada vez más tensa entre ellos. Desde el día de los hechos, la pareja no compartía momentos de intimidad: Eduardo se había instalado en el dormitorio de invitados porque no soportaba las exhibiciones de lencería fina a las que le sometía a cualquier hora.  Sin embargo, no quería admitir que aquello había dejado de ser un matrimonio, desde mucho antes de los acontecimientos. Ella había intentado negociar  un acuerdo para dejar la casa familiar y emprender una nueva vida. Para su marido era importante mantener las apariencias. Nadie debía enterarse de su humillación y fracaso. La amenaza continua de dejarla en la calle, sin un céntimo, hizo que desistiera de su intento de divorcio. Sofía no le dirigía la palabra salvo para tratar lo indispensable, como cenas de compromiso y comentarios de rigor, y él había entrado en el mutismo y el desasosiego. Poco a poco, instalado en la aparente normalidad, Eduardo seguía con sus habituales trajines de trabajo y había recuperado su antigua costumbre de soltero: la de comprar el amor; pero en cada rostro de ésas chicas de alto standing reconocía el rostro de Sofía, gritaba su nombre en el momento álgido del acto sexual; en cada mujer buscaba a su amada. Instalado entre el amor y el odio, iban fluctuando los sentimientos más contradictorios: de pronto quería verla sufrir como verla feliz. En sus divagaciones diarias siempre acababa pensando que lo mejor sería acabar con éste tormento. Lo había hechizado con su cara de ángel y sus palabras engañosas. Antes de su último viaje de negocios, contrató los servicios de un investigador privado. Los informes que recibía semanalmente, le confirmaban que su mujer no se veía con ningún hombre. Sin embargo, poco sabía de sus más íntimas reflexiones. Cuando la veía callada, simulando estar leyendo, observándolo de reojo, no podía soportar la idea de que lo engañara aunque fuera con el pensamiento. Quería hacerla sufrir, que pagara todo el daño que le estaba haciendo. Ya no podía soportar más dolor.

Una noche volvió del trabajo antes que de costumbre. Tenía la mirada perdida, los ojos acuosos y enrojecidos, el paso amilanado. Al verlo en tan deplorable estado, Sofía empezó a burlarse de él:
—El gran hombre, aquí lo veis, señoras y señores.
—Respétame. No te olvides que si vives como una señora es gracias a mí.
—Gracias a ti, iluso. ¿Está es la vida que quieres que viva? Te la puedes meter por el…
—CÁLLATE, PUTA.

Sacó un cuchillo del bolsillo derecho de su abrigo, la agarró por el cuello con su mano izquierda y la amenazó clavándole la punta en su delicado cuello.
—Ahora no dices nada, ¿no? NO TE MUEVAS, ZORRA. No podías tener la boquita cerrada, ¿no? Tu amiga, la cotilla, se ha encargado de contarle a todo el mundo lo cornudo que soy.
Una gota de sangre cayó. Al sentir el contacto tibio del líquido sobre su mano helada,  soltó el cuchillo horrorizado por lo que estaba a punto de cometer. Luego, saliendo del aturdimiento, se repuso contemplando la escena con ojos serenos. Dio media vuelta y se marchó de allí para siempre. Al salir quedó delante del dibujo de la entrada y pensó que toda su vida había sido como aquel trampantojo, un engaño visual.








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